Las trampas de la mente de Joseph T. Hallinan

Si agrupáramos todos los “errores humanos” que se presentan diariamente en el planeta y cuyas consecuencias son a veces catastróficas, veríamos que tienen mucho en común y que, normalmente, hay […]

Si agrupáramos todos los “errores humanos” que se presentan diariamente en el planeta y cuyas consecuencias son a veces catastróficas, veríamos que tienen mucho en común y que, normalmente, hay una causa más general y más profunda que hace que cientos de miles de personas cometan sistemáticamente los mismos errores. Tal vez el hecho de que un 70% de los accidentes aéreos esté ocasionado por “errores humanos”, o que esa cifra llegue hasta el 90% cuando se trata de accidentes automovilísticos o laborales, no dice tanto sobre la negligencia y el descuido de unos cuantos individuos, como de fallos sistémicos que nos incumben a todos y a los que difícilmente podemos escapar.

Buena parte de lo que sabemos acerca de por qué cometemos errores procede de aquellos campos en los que las equivocaciones se cobran vidas o cuestan mucho dinero: la medicina, el ejército, la aviación y la bolsa. Las abundantes investigaciones y los interesantes hallazgos que se han dado en estos ámbitos nos ofrecen muchas luces para comprender nuestros propios errores.

Todos tenemos una serie de tendencias muy arraigadas, en ocasiones infranqueables, que nos inclinan a equivocarnos. En otras palabras, no hay nadie que esté a prueba de errores. Pero, aunque no podemos eliminar nuestras debilidades, sí podemos identificarlas y enfrentarnos a ellas, minimizando de esa forma la posibilidad de cometer más y más equivocaciones. Y aunque algunos de nuestros errores responden a causas sistémicas que escapan a nuestro control, el hecho de identificarlas y hacerlas públicas es el primer paso para corregirlas.

Miramos pero no vemos

No vemos todo lo que observamos y a veces “vemos” cosas que no sabemos que hemos visto. De todos los estímulos visuales que se les presentan continuamente a nuestros ojos, apenas percibimos unos pocos. La mejor forma de determinar aquello que un individuo tiende a captar consiste en preguntarse previamente quién es esa persona, porque la circunstancia de ser hombre o mujer, de ser zurdo o diestro, de ser experto o novato en un determinado campo, tiene una influencia inevitable en la forma en que cada uno percibe lo que se le presenta ante sus ojos.

Los estudios científicos han encontrado que, al presenciar una escena en la que un ladrón le arrebata el bolso a una mujer, los hombres tienden a fijarse en los detalles del agresor, mientras que las mujeres tienden a mirar el aspecto y las acciones de la mujer. Asimismo, han encontrado que cuando se le obliga a la gente a girar en un cruce, los diestros prefieren girar a la derecha y los zurdos, a la izquierda. En consecuencia, y tal como recomendaban los autores de ese estudio, si usted está en un supermercado y busca la fila más corta, lo mejor es que mire hacia su izquierda.

Igualmente convincentes son los estudios que ponen de relieve que, en ciertos campos, nuestra mirada está condicionada por nuestros niveles de experiencia. Así, por ejemplo, la forma en que un golfista observa la pelota antes de golpearla no se parece en nada a la forma en que la mira un novato. Los investigadores han denominado “período de ojo sereno” al tiempo que transcurre entre el último vistazo que le damos a un objetivo y el primer movimiento de nuestro sistema nervioso, y han encontrado que ese tiempo, necesario para programar de manera adecuada las respuestas motoras, siempre es más largo en los expertos que en los novatos. Por eso, en los segundos finales antes de golpear la pelota, los mejores jugadores de golf tienden a mirarla mucho más tiempo y rara vez cambian la dirección de su mirada.

De forma semejante, hay cosas que nuestros ojos se niegan a ver. Por lo general, somos ciegos ante aquellos cambios repentinos que suceden durante una breve interrupción visual. Dos investigadores de la Universidad de Cornell constataron esto de una forma bastante particular. Llevaron a unos “forasteros” al campus de la universidad para que les preguntaran a los peatones algunas direcciones y programaron el experimento de tal forma que durante el intercambio entre el forastero y el peatón se produjera una interrupción muy breve, de apenas un segundo, en la que dos hombres pasaran entre ellos llevando una puerta. En ese breve lapso, cambiaban al forastero, de modo que, al pasar la puerta, el peatón se encontraba frente a una persona diferente, que actuaba como si fuera la misma. ¿Qué sucedió? Únicamente siete de los quince peatones notaron ese cambio. Y no solo eso: cuando repitieron el experimento con la variable de que los “forasteros” fueran vestidos como obreros de la construcción, la tasa de percepción del cambio se redujo a uno de cada tres peatones. Los psicólogos sociales han constatado muchas veces que la forma en que tratamos a los miembros de nuestro propio grupo social difiere de la manera como tratamos a los miembros de otros grupos. Pues bien, parece que esas diferencias no solo afectan nuestro modo de comportamos ante los demás, sino también la forma en que los vemos (o los dejamos de ver).

En Hollywood son muy conscientes de este tipo de limitaciones y por ello emplean a expertos que se encargan de detectar los llamados “errores de continuidad” en sus películas: la camisa sucia que de repente aparece limpia, el vaso que súbitamente tiene más cantidad de líquido. Pero es tal la dificultad de detectar ese tipo de incoherencias que, a pesar de que existan esos “editores de continuidad”, las películas siguen siendo una fuente inagotable de sutiles errores que escapan a la mirada de todos. O de casi todos, porque hay páginas como <moviemistakes.com> dedicadas a hacer visibles los errores que muy pocos ven.

Esto se dificulta todavía más si tenemos en cuenta nuestra inclinación natural a abandonar las tareas infructuosas. Nuestro umbral de abandono, que viene dado por el tiempo que dedicamos a buscar algo, es muy corto, especialmente cuando nos parece poco probable encontrar lo que buscamos. Ese rasgo humano, que suele ser muy útil para vivir sin perder el tiempo, podría ser muy peligroso si nuestro trabajo fuera, por ejemplo, encontrar una pistola o un tumor. En un estudio particularmente preocupante realizado en la clínica Mayo, los médicos volvieron a comprobar las radiografías de pecho que habían sido consideradas normales en pacientes que posteriormente habían desarrollado cáncer de pulmón. El resultado es aterrador: hasta el 90% de los tumores era visible en las radiografías iniciales. Los radiólogos, simplemente, los habían pasado por alto. Algo semejante se ha constatado al poner a prueba a los observadores de pantallas de seguridad en los aeropuertos. Una prueba realizada en Estados Unidos en 2002 indicó que estas personas dejaban de detectar una de cada cuatro pistolas.

Generalmente, y por desgracia, no basta con ser consciente de estas limitaciones para superarlas, pues nuestra maquinaria perceptiva está muy arraigada en nuestro sistema nervioso y su funcionamiento es totalmente automático. El efecto que producen las ilusiones ópticas en nuestra percepción da fe de ello. Observe, por ejemplo las que Michael Bach ha incluido en su página web: www.michaelbach.de/ot/index.html.

Nos importa el significado

Un interesante estudio adelantado en los setenta por el psicólogo Harry Bahrick encontró que, casi medio siglo después de la graduación de secundaria, las personas podían reconocer el 75% de las caras de sus compañeros de clase revisando las fotografías en el anuario, pero que en el momento de recordar los nombres, solo lograban dar con el 18%. En otro ejercicio semejante, se les presentaron a varias personas las biografías de personas ficticias, dándoles su nombre, su lugar de nacimiento, su profesión y su pasatiempo favorito. Lo que se encontró al evaluar lo que se recordaba de esta información después de un tiempo es que los trabajos se recordaban el 69% de las veces; los pasatiempos, el 68%; las ciudades natales, el 62%; y, muy por debajo, los nombres solamente se retenían el 31% de las veces. Parece ser que los nombres, en sí mismo, no significan demasiado para nosotros.

Lo que sucede es que nuestra memoria a largo plazo es fundamentalmente semántica, es decir, para ella, el significado es el rey. Es bastante más fácil recordar que una persona es abogada o que le gusta jugar a lo mismo que a nosotros, antes de repetir cuál es su nombre. Por mucho que lo intentemos es extremadamente difícil obligar a nuestras mentes a recordar cosas sin significado. Es por esta necesidad de sentido por lo que las nemotecnias se utilizan con éxito desde la época de los griegos. Al asociarles significados a cifras o a listas de cosas que no tienen uno intrínseco, resulta mucho más fácil retenerlas en la mente.

Algo semejante sucede en el momento de recordar un rostro que se ha visto pocas veces, situación que adquiere una relevancia particular en el ámbito de las investigaciones criminales. Entre 1989 y 2007, 207 prisioneros fueron liberados en Estados Unidos tras pruebas de ADN. De ellos, el 77% había sido identificado de forma errónea por testigos. Muchos estudios han intentado explicar este fenómeno y han encontrado que, cuando las caras solo se juzgan por sus detalles superficiales, tienden a olvidarse rápidamente, pero, cuando se las asocia a rasgos emocionales más profundos, como la simpatía o la honestidad que evocan, su recuerdo es más perdurable. Así pues, si usted quiere recordar mejor la cara de una persona, intente hacer algunos juicios a partir de su rostro la primera vez que la vea.

Esa necesidad de darle sentido a las cosas es también la razón por la cual nuestros esfuerzos por utilizar contraseñas complicadas que nadie pueda averiguar se traducen en que nosotros mismos somos incapaces de recordarlas. Esto lo corroboran el New York Times, cuando informa de que cada semana mil lectores online olvidan sus contraseñas, y la revista Times, al manifestar que cerca del 80% de todas las llamadas de asistencia telefónica sobre cuestiones informáticas está relacionado con el olvido de las contraseñas.

Refiriéndose a este tipo de asuntos, Alan Brown, profesor de la Universidad Metodista del Sur, sostiene que la clave para elegir un buen escondite consiste en realizar una conexión rápida entre lo que se va a esconder y el lugar en que se pondrá. Al momento de definir el escondite, dice Brown: “no tenemos diez o veinte minutos para calcularlo científicamente; hay que decidirlo en el momento”.

Sesgos invisibles

Muchas de las decisiones importantes que tomamos puede que sean más superficiales de lo que nos gustaría creer, puesto que nuestro juicio está plagado de pequeños deslices que ocurren sin que seamos conscientes de ellos. George Lowenstein, una de las mayores autoridades en el papel que la parcialidad tiene en la formación de los juicios humanos, sostiene que “la gente siempre cree que no es tendenciosa, aun cuando se puede documentar estadísticamente que hay una gran parcialidad”.

Un ejercicio llevado a cabo por investigadores de Standford en el que se les dio a algunos voluntarios cinco muestras de vino catalogadas con precios diferentes (5, 10, 35, 45 y 90 dólares la botella) encontró que, invariablemente, el vino que más gustaba era el más caro. Pero luego repitieron el ejercicio con una variable, alterando el contenido de las botellas de manera que un mismo vino aparecía en dos botellas diferentes (como la de 45 y la de 5, o la de 90 y la de 10) y observaron nuevamente que los voluntarios preferían el vino cuando estaba en la botella más cara. No se trata solamente de esnobismo. Los escaneos cerebrales descubrieron que los vinos más costosos generaban más actividad en el córtex orbitofrontal medio, que es el área del cerebro asociada a las experiencias placenteras. Las pruebas realizadas con medicamentos artificiales han demostrado que el efecto placebo opera de forma análoga, y que sus resultados son reales.

El color también ejerce un efecto imperceptible en nosotros. Por ejemplo, asociamos el negro con poder y fuerza; de ahí que los experimentos hayan mostrado que las personas identifican una cápsula negra o roja como “más eficaz” que una de color blanco. Igualmente inquietantes son los resultados de un experimento realizado con un grupo de árbitros profesionales a los que se les presentaron los vídeos de dos partidos de fútbol previamente arreglados, en los que uno de los equipos desplegaba un juego bastante agresivo. Lo que se encontró fue que, cuando ese equipo llevaba un uniforme negro, su juego era clasificado por los árbitros como mucho más agresivo y merecedor de faltas que cuando, jugando con el mismo nivel de agresividad, vestía un uniforme blanco. ¿Será que en realidad los equipos que van de negro son más penalizados? Pues esos mismos investigadores encontraron que sí. Tras recopilar grabaciones de fútbol y hockey profesional de las décadas de los setenta y ochenta, descubrieron que los equipos que iban vestidos de negro habían sido penalizados significativamente más que la media.

Somos así. Cuando votamos o cuando gastamos un dólar, suponemos que lo hacemos por razones racionales, aunque en realidad hay una serie de factores sutiles e imperceptibles inclinando la balanza y haciéndonos actuar de una determinada manera.

Alex Todorov y otros investigadores de la Universidad de Princeton demostraron que las inferencias sobre la competencia de una persona basadas en su apariencia facial tenían una gran incidencia en los resultados de las elecciones parlamentarias. Ante dos rostros desconocidos, el elector tenderá a inclinarse por aquel que, a primera vista, le inspire más confianza. Y esto ocurre en apenas un segundo. Adicionalmente, esos juicios iniciales e inmediatos que hacemos frente a una persona o una cosa son muy difíciles de cambiar; en estudios semejantes de votaciones simuladas se ha llegado a notar que la información adicional que los votantes reúnen a lo largo de una campaña puede atenuar, pero no eliminar, el impacto de esa primera impresión.

Otras investigaciones que van dirigidas en esta misma línea han logrado poner de relieve que, a pesar de la creencia según la cual los indicios de fertilidad de una mujer son imperceptibles, los ingresos de una bailarina de lap dance derivados de sus representaciones íntimas con un cliente aumentan durante su período de mayor fertilidad. En efecto, un estudio realizado con 530 lap dancers encontró que, durante su período menstrual, sus ingresos disminuían en un 45%, a pesar de que los clientes de los clubes no tienen una evidencia tangible de ese estado cuando seleccionan a la chica para llevarla a la cabina privada. Pero este no es el único caso en que los hábitos de gasto de los hombres se pueden ver influidos por factores invisibles. Se ha demostrado que al rociar una tienda con una fragancia “masculina” en lugar de una “femenina”, la cantidad media que los hombres gastan en ella puede verse duplicada.

Los médicos no escapan a los sesgos imperceptibles. Si se les pregunta qué influencia ejercen las compañías farmacéuticas sobre los medicamentos que ellos recetan, le dirán que absolutamente ninguna. Y seguramente lo dirán creyendo que es cierto. Pero entonces tenga en cuenta que en un país como Estados Unidos casi la mitad de la población toma al menos un medicamento, muchos de los cuales parecen innecesarios, y que los elevados ingresos que esto les reporta anualmente a las farmacéuticas las ha llevado a gastar más de 8.000 dólares por médico cada año para promocionar unos medicamentos que, de media, cuestan el doble que otros existentes que pueden recetarse para la misma enfermedad.

Distorsiones de la memoria

A la pregunta de cómo le fue en el instituto, la respuesta, probablemente, es que no le fue tan bien como usted lo recuerda. Al menos si tomamos como referencia a los estudiantes del Ohio Wesleyan que, tras ser interrogados al respecto, dieron un testimonio en el que al menos un 29% de las notas estaba equivocado; o a los estudiantes alemanes, que, frente a una evaluación similar, arrojaron un error aún mayor, del 43%. En ambos casos, la tendencia marcada consistía en suponer que sus notas habían sido superiores de lo que realmente fueron y en ninguno de los casos se necesitó mucho tiempo para tergiversar el recuerdo, pues se trataba de estudiantes de primer y segundo año de universidad. De forma análoga, diversos experimentos han constatado que los jugadores recuerdan más sus triunfos que sus derrotas.

La tendencia a verse y recordarse de forma autocomplaciente está tan arraigada en nosotros que difícilmente somos concientes de ella. En una serie de experimentos de la Universidad de Chicago se les pidió a unas personas que identificaran retratos de sí mismas a partir de una serie de rostros que habían sido previamente modificados. Cuando las imágenes habían sido mejoradas informáticamente para hacer a las personas más atractivas, los participantes se identificaron con mucha mayor rapidez que cuando habían sido ligeramente afeados o cuando se presentaban intactos. Una tendencia que, ciertamente, no mostraron cuando se les presentaban las caras de otras personas.

Otro factor que influye poderosamente en el modo de percibir y recordar los sucesos pasados es el sesgo a posteriori, que se da cuando conocemos la forma en que se desarrollaron los acontecimientos. En otras palabras, saber cómo termina un suceso altera el recuerdo que tenemos de él. Es mucho más fácil distinguir los factores relevantes de un hecho histórico, como la batalla de Waterloo o el bombardeo de Pearl Harbour, después de que este haya ocurrido. Pero lo más interesante no es que la gente exagere lo que sabía en ese momento, sino que realmente recuerda mal lo que sabía. La investigación sobre el sesgo a posteriori encuentra en Baruch Fischoff a uno de sus grandes pioneros. En 1972, cuando Nixon se disponía a realizar dos viajes históricos a China y a la Unión Soviética, Fischoff, que era profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, les pidió a algunos de sus estudiantes que estimasen la probabilidad de algunos resultados, asignándole a cada uno una tasa de probabilidad de entre 0-100%. Después de que hubieran ocurrido esos encuentros, Fischoff les solicitó a sus estudiantes que recordasen, lo mejor que pudieran, sus predicciones originales. Lo que encontró es que las personas tergiversaban su recuerdo: si el suceso había ocurrido, entonces exageraban las apuestas que habían hecho en la predicción original; si no había ocurrido, entonces las minimizaban, de modo que una conjetura del 50% se traducía, en el recuerdo, en una del 30%.

Ilusión multitarea

La multitarea es uno de los grandes mitos de la época moderna. Aunque tenemos la ilusión de estar centrándonos en varias cosas de forma simultánea, la verdad es que nuestra atención va saltando de un sitio a otro entre tareas diversas. Es cierto que usted puede andar y comer chicle al mismo tiempo, o que puede conducir y hablar con la persona de al lado, pero únicamente puede mezclar actividades después de haber realizado tantas prácticas que la actividad subyacente se vuelva automática. Si no lo cree, intente calcular el 15% de propina que dejará en una cena, al tiempo que mantiene una conversación con sus comensales.

El problema es que son pocas las actividades que practicamos con la frecuencia suficiente como para que se vuelvan automáticas. Y ese problema tiene grandes repercusiones. Al pasar de una tarea a otra, el cerebro se ralentiza y, además, olvida lo que estaba haciendo o planeaba hacer. Nuestra memoria de trabajo, que viene dada por esa lista que tiene nuestro cerebro de cosas-que-hay-que-hacer, se evapora con gran facilidad con tan solo uno o dos segundos de distracción. Los investigadores han encontrado que, después de quince segundos de considerar un nuevo problema, olvidamos uno viejo. Por eso, cuando estamos trabajando y se nos interrumpe, nos cuesta tanto trabajo volver a centrarnos en lo que estábamos haciendo. Con los estudios en lugares de trabajo se ha descubierto que, de media, cuesta cerca de quince minutos recuperar un estado profundo de concentración cuando se ha sido interrumpido por una llamada telefónica.

En la vida real, la multitarea puede ser muy peligrosa. Piense en el conductor que habla por su móvil o utiliza un GPS. Un estudio reciente de la Administración de Seguridad de Tráfico en las Autopistas de Estados Unidos encontró que una sola mirada a otro lugar dobla el riesgo de accidente. Ahora bien, introducir una dirección nueva en una unidad de GPS lleva una media de 86 segundos. Es decir, entre 20 y 35 miradas fuera de la carretera. No es de extrañar, entonces, que se haya encontrado que, con mucha frecuencia, los conductores se desvían hacia otro carril mientras teclean en la pantalla, ni tampoco es de extrañar que las leyes japonesas prohíban introducir un destino mientras se está conduciendo.

Por último, se ha logrado establecer que estos efectos se acentúan aún más con la edad. A partir de los cuarenta, a los conductores les resulta más difícil eliminar las distracciones, tardan más en recuperarse, sus tiempos de reacción se hacen más lentos, sus campos visuales se estrechan y les cuesta más procesar la información.

Por encima de la media

Todos creemos que vamos por encima de la media en casi todas las cosas, y en esa idea se ocultan las semillas de muchos errores. Como dice Stefano DellaVigna, economista de la Universidad de Berkeley: “casi todo el mundo tiene un exceso de confianza en sí mismo, excepto los que están deprimidos, que tienden a ser realistas”. Esta es la razón por la cual sobrestimamos nuestro propio autocontrol y confundimos con gran facilidad aquello que deberíamos o quisiéramos hacer con aquello que realmente haremos.

Los resultados de este exceso de confianza se ven reflejados en un sinnúmero de errores cotidianos que van desde hacerse socio de un gimnasio que no se utilizará, hasta asumir compromisos que luego no se cumplirán. Esta tendencia la conoce muy bien la empresa NutriSystem, que ha alcanzado rendimientos anuales de hasta el 233% vendiendo por Internet comidas bajas en calorías, dirigidas a las personas obesas de Estados Unidos. La mayoría de sus clientes son mujeres que, como término medio, tienen 44 años y pesan 100 kilos. Aunque por lo general intentan perder unos 25 kilos, lo usual es que abandonen el programa después de unas diez semanas, tras haber perdido solamente 8 kilos. ¿Por qué compran el producto? Porque NutriSystem no cuenta con lo que la gente hará, sino con lo que la gente cree que hará. Y por eso, utiliza en sus comerciales a celebridades que relatan la forma en que el producto les ha hecho perder hasta 20 kilos, añadiendo una pequeña aclaración final en la que escriben “resultados atípicos”. Esa frase, que podría disuadir a los potenciales clientes al informarles de que perder mucho peso con ese programa nutricional es poco probable, no ahuyenta a casi nadie. Para quienes van a realizar la dieta, el testimonio de unos pocos es suficiente, así se trate de experiencias atípicas, porque ellos mismos no se consideran a sí mismos como típicos; ellos se sienten superiores a la media. Ahí radica su error.

Es el mismo error del que se valen los gimnasios cuando ofrecen planes de abonos mensuales o anuales que permiten entradas ilimitadas y cuyo valor es equivalente al de unas cuantas entradas individuales. Un estudio adelantado por el ya mencionado DellaVigna en algunos gimnasios de los Estados Unidos concluyó que un 80% de las personas que tienen un contrato mensual habría salido ganando con la alternativa de pagar cada entrada individual al gimnasio.

Los científicos sociales utilizan el término “calibrado” para medir la diferencia entre las capacidades reales y las supuestas. La mayoría de las personas están mal calibradas. Por eso las habitaciones de los hoteles de Las Vegas son tan baratas y las compañías de telefonía móvil ofrecen minutos “gratis”. Ambos saben que usted sobrestimará su autocontrol y que los que saldrán ganando serán ellos.

Esta ilusión de que tenemos el control se ve acentuada por el efecto causado por la información. La información, por ejemplo, nos hace sentir que sabemos más de algo y que, por tanto, nuestro control es bastante alto. Una muestra evidente de esto lo dan los pronósticos de las carreras de caballos. Quienes los hacen suelen ser obsesivos de la información, pues analizan cientos de datos sobre cada uno de los caballos: sus resultados anteriores, los de sus padres, los de sus familiares, el peso del jinete, si le gusta correr de frente, su desempeño en cada tipo de superficie, bajo lluvia, con barro, etc. Pero como han demostrado algunos estudios, el exceso de información no mejora sus resultados. Así, cuando a un grupo de pronosticadores únicamente se le permitió utilizar cinco datos por caballo, sus índices de acierto no fueron peores que cuando, más adelante, se le permitió utilizar diez, veinte y hasta cuarenta datos por caballo.

Es por esta misma razón por la que los resúmenes de información a veces funcionan igual de bien que las versiones largas del material, y a menudo incluso mejor. En un estudio de la Universidad de Carnegie Mellon se compararon capítulos de cinco mil palabras procedentes de libros de texto universitarios con resúmenes de mil palabras de esos mismos capítulos. Cuando se les daba a los estudiantes la misma cantidad de tiempo con el capítulo y el resumen, aprendían más de los resúmenes. Y esto era válido así se llevara a cabo la evaluación veinte minutos o un año después de la lectura. En todos los casos, quienes leyeron los resúmenes recordaron más cosas que quienes leyeron los capítulos completos.

Restricciones

Una manera de reducir los errores consiste en imponernos restricciones, es decir, ayudas mentales que limiten nuestras alternativas de acción, encaminándonos por la línea adecuada. Las restricciones pueden ser físicas, como cuando unas tijeras tienen un agujero amplio y otro pequeño para indicarnos qué dedo debemos meter en cada uno de ellos, o pueden no serlo, como cuando una luz en el coche o un sonido en el ordenador nos impiden proceder de cierta forma.

El juego de Lego es un buen ejemplo de diseño provisto de restricciones. Sin necesidad de mayores indicaciones, las propias fichas determinan su ámbito de posibilidad. Los cilindros y los agujeros funcionan como limitaciones físicas naturales, haciendo que sea prácticamente imposible conectar las piezas de forma equivocada. Y hay muchos otros productos, como el velcro o las notas adhesivas, cuyo uso es tan obvio y se capta tan fácilmente, que la posibilidad de error es casi nula.

Por el contrario, muchos de los productos que usamos diariamente tienen una innecesaria complejidad y, por no tener restricciones, pueden ocasionar errores recurrentes que, en algunos casos, son particularmente graves. Así lo evidencia la experiencia de los hijos del actor Dennis Quaid, que estuvieron muy cerca de morir por una sobredosis de heparina, un clarificador sanguíneo utilizado en las inyecciones para bebés. Y su caso no es una experiencia aislada: entre 2001 y 2006 se presentaron más de dieciséis mil errores en el uso de este medicamento, algunos de los cuales llegaron a ser fatales. Resulta que la ampolla de diez unidades de heparina, que es la que se debía utilizar en estos casos, era casi idéntica a la de diez mil unidades, y se diferenciaban solamente porque la etiqueta de una era azul claro y la de la otra, azul oscuro. Tras varios años de accidentes, y después de que este error hubiese ocasionado la muerte de tres bebés en Indianápolis, la compañía que elaboraba el medicamento optó por cambiar la etiqueta de la dosis alta, pasándola de azul a rojo. Una restricción que, aunque pequeña y simple, ha evitado la comisión de incontables “errores humanos”.

En aras de evitar errores, muchas profesiones han adoptado un enfoque precavido, en el que las acciones se realizan de un modo determinado para restringir el marco de acción de los operadores. Desde 2004, por ejemplo, se les exige a los cirujanos que hagan una marca con un rotulador en el lugar de la piel del paciente donde van a operar, para evitar que luego corten en el sitio equivocado. Es el mismo principio que rige las listas de control que utilizan los pilotos desde hace muchos años para no pasar por alto ningún detalle, o que subyace en el método utilizado por los camareros para recordar la lista completa de bebidas que les han pedido en una mesa; en lugar de concentrarse por recordar las siguientes bebidas mientras van sirviendo unas, los camareros comienzan por colocar los vasos en la barra, limitando así el espectro de posibles bebidas. Al fin y al cabo, un champán va en una copa de champán, y un whisky con soda tiene su propio vaso. En otras palabras, los vasos, como las marcas con rotulador, los huecos de las tijeras o las listas de control, actúan como restricciones que limitan el ámbito de posibles acciones.

Contexto equivocado

El contexto tiene un efecto muy poderoso sobre nosotros, en gran parte porque no somos conscientes de él. Esto lo demostró un estudio británico en el que se instaló un sistema de sonido en la sección de vinos de una tienda que tenía una oferta bastante homogénea de vinos franceses y alemanes. Lo que se halló fue que al poner música francesa, la venta de los primeros aumentaba y, cuando se ponía música alemana, los vinos de ese país se vendían en mayor cantidad. Los investigadores quisieron ir un paso más lejos y por eso entrevistaron a los compradores a la salida de la tienda para preguntarles qué los había llevado a comprar un vino u otro. Lo interesante es que, en la gran mayoría de los casos, las personas no fueron conscientes de la influencia que la música había ejercido sobre ellas.

Otro factor menos obvio que puede afectar a la forma en que enmarcamos nuestras decisiones son los horizontes temporales. En un contexto de incertidumbre y zozobra como el que se generó en Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre, la gente adoptó una actitud de “vivir al día”, por lo que las actividades de largo plazo, como la dieta y el ejercicio, se redujeron al punto de que la cadena dietética Jenny Craig informó de “una gran ola de cancelaciones”. Esa misma cuestión del tiempo afecta muchas de nuestras decisiones de consumo. En un experimento se les pidió a dos grupos de personas aleatoriamente seleccionadas que eligieran tres películas que querían ver. Al primer grupo se le pidió que escogiera películas para ver ahora mismo, al segundo se le dijo que era para verlas en el futuro. El tipo de filmes seleccionados por un grupo u otro fueron muy diferentes. El grupo del “ahora” eligió películas comerciales, como los filmes de acción de Harrison Ford; mientras que el grupo de “para más tarde” tendía a elegir películas más intelectuales como El piano, la ganadora del Oscar que narra la historia de la rebelión de una mujer muda en la recién colonizada Nueva Zelanda de la época victoriana.

Algo similar se demostró en un ejercicio con trabajadores en el que se les preguntaba qué querían comer en el refrigerio de la tarde: fruta o comida basura. Si la pregunta se les formulaba justo después de que hubiesen comido, cuando estaban saciados, tendían a elegir la fruta (un 58% así lo hizo), pero si la pregunta se les hacía en las horas de la tarde, cuando era probable que tuvieran hambre, el resultado variaba significativamente: esta vez solo el 22% se inclinaba por la fruta. Parece ser que si se trata de seleccionar un producto para un futuro cercano, ya se trate de comida, de una película o de tantas otras cosas, las personas tienden a privilegiar lo más sano, lo más profundo y lo que se considera mejor. Pero cuando la decisión apunta a lo que se hará aquí y ahora, las elecciones son bastante diferentes.

Sendhil Mullainathan, profesor de Economía de la Universidad de Harvard, tuvo una experiencia privilegiada para sus investigaciones sobre la forma en que el contexto incide en las decisiones de consumo cuando trabajó en la estrategia comercial de un banco sudafricano. Con el fin de aumentar sus créditos, el banco envió una carta a más de cincuenta mil clientes que anteriormente hubiesen solicitado créditos para felicitarlos porque habían sido escogidos para un nuevo crédito. En todos los casos se trataba de préstamos pequeños, de unos 150 dólares y a corto plazo, mientras que los demás factores variaban de forma aleatoria, de manera que la tasa de interés no era la misma para todos y que solamente a algunos se les ofrecía participar en el sorteo de un teléfono móvil. Pero junto con esto, se introdujo un pequeño detalle que marcaba una diferencia entre unas cartas y otras: la fotografía del empleado del banco que aparecía en la esquina inferior derecha de la hoja variaba en sexo y raza.

Lo que Mullainathan descubrió lo dejó atónito: el efecto que tenía en los clientes masculinos la imagen de una mujer en lugar de la de un hombre era equivalente al de bajar el tipo de interés en cinco puntos. No se sabe hasta qué punto este hallazgo es extrapolable a otras sociedades diferentes a la sudafricana, pero no deja de ser inquietante que la presencia de una mujer en el contexto influya tanto en las decisiones masculinas como la más evidente de las consideraciones económicas.

Tal vez nuestro comportamiento económico no sea tan racional como solemos pensar. Así lo han corroborado diversos estudios de consumo, como aquellos que han establecido lo que se conoce como el “anclaje”, un fenómeno psicológico según el cual un número aleatorio, que por lo general es el primer número que se nos presenta, ejerce una función de ancla, en el sentido en que una vez que lo asociamos a un producto, todas nuestras percepciones sobre el valor de ese producto girarán en torno a esa cifra. Si vamos a comprar un determinado objeto en un mercado y el vendedor nos dice que su precio es de 50 euros, esa cifra surtirá un efecto de ancla y, en adelante, nuestros juicios sobre el precio adecuado de ese artículo orbitarán en torno a ella. Por esto, el simple hecho de hacer la primera oferta en una negociación supone una ventaja importante, pues esa primera oferta servirá como ancla para las futuras discusiones.

Este tipo de cosas las saben muy bien los supermercados, que utilizan por ejemplo la técnica de “fijación de precios por varias unidades” ofreciendo cestas de “4 melocotones por 2 euros”, en lugar de decir que cada uno cuesta 50 céntimos; aunque la formulación es equivalente, el efecto no lo es. Algo semejante ocurre con las ventas limitadas en cantidad. Cuando una tienda, por ejemplo, no vende más de 12 unidades de un artículo por comprador, esa cifra actúa como ancla e incita al comprador a comprar una cantidad cercana a ella. De hecho, se ha demostrado que cuanto más alta sea esa cifra ancla, mayores son las ventas del producto en cuestión. Solamente cuando ese número es absurdamente alto (por ejemplo, 50), las ventas disminuyen. Como muestran estos ejemplos, a menudo no nos damos cuenta de la forma en que la presentación de los precios de una tienda hacen que nuestra decisión de compra se incline hacia un lado u otro. Y el precio de esto, sobra decirlo, recae directamente en nuestro bolsillo.

Conclusión

Una persona media en Estados Unidos tiene entre tres y cuatro tarjetas de regalo refundidas en los cajones de su escritorio que seguramente nunca reclamará. Esas tarjetas constituyen la primera opción de regalo en ese país y generan a los comerciantes un beneficio de ocho billones de dólares al año en tarjetas no canjeadas. Algo falla. Los consumidores aprecian las tarjetas, las ofrecen con gusto y las reciben con placer. Asumen que irán a la tienda y seleccionarán el artículo que más les interesa. Pero no lo hacen. Y las tiendas, al igual que los planes de dieta y los gimnasios, se enriquecen de esa tendencia natural a confundir lo que se debe hacer con lo que se hará.

Son muchos nuestros sesgos, tendencias y rasgos personales que, de forma imperceptible, nos llevan a tomar decisiones equivocadas, a comportarnos de una forma que no es la que quisiéramos y, en términos generales, a cometer errores. Y si bien algunas de estas disfunciones son inevitables, porque están demasiado arraigadas en nuestro sistema nervioso o porque ni siquiera resultan perceptibles, el hecho de que muchas personas cometan un mismo error nos da una pista importante para buscar la fuente de nuestras equivocaciones y minimizar, de esta manera, los errores y las trampas que nos tiende nuestra mente.

Fuente: Leader Summaries