Tras el arrasador éxito de sus estudios y publicaciones sobre la inteligencia emocional, Daniel Goleman ha optado por dar un giro en el enfoque de su investigación, abandonando por un momento la psicología unipersonal para abordar un nuevo paradigma de esta ciencia, cuyo centro de atención no es el individuo aislado, sino los sujetos que entran en relación. En este libro, Goleman explora el correlato de esta “psicología interpersonal” en el campo de la neurociencia, y encuentra abundantes evidencias sobre la forma en que nuestra configuración cerebral condiciona nuestras relaciones sociales, al tiempo que estas moldean y configuran nuestro cerebro.
Hoy por hoy, la ciencia se encuentra en disposición de dar respuesta a muchas de las incógnitas del cerebro. Gracias a la resonancia magnética, los científicos han obtenido imágenes increíblemente detalladas del cerebro que, al ser proyectadas en la pantalla de un ordenador, permiten identificar las regiones cerebrales que se activan durante una determinada actividad o interacción social. Así, con la posibilidad de cartografiar las diferentes regiones cerebrales que intervienen en las dinámicas interpersonales, se empiezan a desvelar los mecanismos neuronales que intervienen en las diferentes situaciones de nuestra vida: comenzamos a saber qué ocurre en nuestro cerebro cuando oímos la voz de un amigo o cuando experimentamos un arrebato de pánico escénico.
Sin embargo, el descubrimiento más importante de la neurociencia es que nuestro cerebro está programado para conectar con los demás: y es que cada vez que dos o más personas se encuentran o se comunican, en sus cerebros se inicia una suerte de danza emocional. Ciertas regiones se activan, se segregan ciertas hormonas y ciertas conexiones neuronales se disparan. En su conjunto, este sutil “tango de sentimientos” será más o menos armónico según el tipo de conexión existente entre las personas en cuestión. Ahora bien, a medio y largo plazo, estas relaciones sociales no solo irán esculpiendo la forma, el tamaño y el número de neuronas de cada sujeto, sino que irán influyendo silenciosamente en su carácter, en su biología e incluso en su salud.
Las personas que nos rodean tienen la capacidad de moldear y definir nuestros estados de ánimo y nuestra biología, al tiempo que nosotros ejercemos una influencia análoga en ellos. Esa comprensión profunda del influjo que las relaciones tienen en nuestra vida y en la de los demás da origen a lo que puede llamarse la “inteligencia social”, cuyo desarrollo exige, a un mismo tiempo, conocer la forma en que funcionan las relaciones y comportarse adecuadamente en ellas. Una persona socialmente hábil podría, como lo hace un luchador de jiu-jitsu, reconocer las energías emocionales hostiles y orientarlas para que se tornen positivas.
Programados para conectar con los demás
Retroceda unos cien mil años e imagine a una especie tan frágil como la nuestra enfrentada a la inminente amenaza de ser devorada por criaturas enormes, salvajes y hambrientas. Si a algo le podemos atribuir el hecho de haber sobrevivido a un escenario tan adverso, es a la capacidad de nuestros ancestros para organizarse entre ellos. Si a esto le sumamos la evidencia de que la evolución de nuestra especie responde principalmente al desarrollo complejo de nuestros cerebros, no resulta descabellado suponer que ese órgano gris y viscoso haya desarrollado todo tipo de medidas para favorecer la comunicación con los otros y lograr la supervivencia de la especie. De hecho, algunas observaciones científicas de los macacos han encontrado que los más sociables son los que tienen más probabilidades de sobrevivir.
La capacidad de los homínidos para comunicar a los demás la presencia de un peligro y transmitir ágilmente las señales de alarma sería, por lo tanto, una cuestión de vida o muerte. Al parecer, la respuesta evolutiva a esta necesidad consistió en orientar la mente humana para que estuviese en interacción continua e invisible con las mentes de los otros. Miles de años antes de que surgiera el lenguaje verbal, el cerebro habría generado una serie de mecanismos para facilitar la comunicación entre individuos y poder, entre otras cosas, diversificar la vigilancia del grupo ante las amenazas latentes del entorno.
Una de las formas en que el proceso evolutivo logró este cometido consistió en permitir que el cerebro de cada individuo leyera rápidamente las emociones de sus compañeros y así, por ejemplo, cuando alguno experimentara temor, esta sensación se difundiera entre todos y propiciara las consiguientes reacciones defensivas de ataque o de huida. En efecto, los escáneres cerebrales han constatado que la amígdala sólo requiere entre dos y tres centésimas de segundo para registrar las señales del miedo en el rostro de otra persona.
Una herramienta muy recurrente en los estudios neurológicos de esta naturaleza consiste en analizar el cerebro de las personas con deficiencias sociales para rastrear el origen de las mismas. Por eso se han dedicado muchos esfuerzos al estudio de personas con síndrome de Asperger, una variante del trastorno autista en la que el sujeto no tiene capacidad de comprender lo que está pasando por la mente de otra persona y desvelar sus intenciones o sentidos ocultos y, en consecuencia, es incapaz de detectar una ironía, de comprender el humor o de percibir la malicia. Al comparar los cerebros normales con los de estas personas, a quienes en esencia les ha sido negada la posibilidad de la empatía, los científicos han identificado algunas diferencias que les permiten ubicar los circuitos en los que se asientan las distintas formas de inteligencia social.
Hace pocos años, un neurocientífico italiano llamado Giacomo Rizzolatti descubrió la existencia de lo que denominó “neuronas espejo”, que reproducen las acciones que vemos en los demás y emiten un impulso de acción para que las imitemos. Estas neuronas, que constituyen un claro legado de nuestra milenaria evolución y que presentan disfuncionalidades en personas con síndrome de Asperger, nos permiten entender lo que sucede en la mente de los demás sin tener que apelar a los razonamientos conceptuales, sino mediante la simulación directa del sentimiento que identifican en el otro. Y el que algunas de estas neuronas se ubiquen en el córtex prefrontal, cerca de aquellas que controlan el lenguaje y el movimiento, explica nuestro impulso natural a imitar las palabras y las acciones de los otros. En ese sentido, las neuronas espejo constituyen una expresión neurológica de aquel adagio según el cual “cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo”.
Como han corroborado infinidad de estudios neurológicos y de pruebas empíricas, las emociones son contagiosas. En la interacción humana se produce un continuo feedback intercerebral, en el que el output de uno es input del otro. Mientras que los circuitos neuronales de una persona movilizan de forma inconsciente su musculatura facial, haciendo que sus emociones se expresen en sus gestos, las neuronas espejo de quien lo observa garantizan que, al advertir en su rostro determinada emoción, pueda experimentarla en carne propia. Esto significa que no vivimos nuestras emociones de forma aislada, sino que las personas con quienes nos relacionamos las experimentan con nosotros. Y en la medida en que esta función cerebral nos permite “sentir” al otro de forma literal, constituye la base neuronal de la empatía.
El afamado director de teatro Stanislavski sabía que los actores podían experimentar las sensaciones que debían representar si rememoraban episodios emocionales propios o ajenos. Esto ha sido constatado por los escáneres cerebrales que han identificado que la reacción neuronal es casi idéntica cuando se experimentan los sentimientos propios o los ajenos, es decir, que las conexiones sinápticas que se activan cuando se le pregunta a una persona por las emociones de otro son las mismas que se activan cuando se le pregunta por sus propias emociones.
Para los psicólogos, la empatía reúne tres elementos: reconocer los sentimientos del otro, sentirlos uno mismo y responder de forma compasiva. Pues bien, la neurología también ha logrado encontrar una explicación cerebral del tercer elemento, al observar que el contagio emocional no se limita a la transmisión del sentimiento, sino que prepara al cerebro para realizar una acción consecuente. Así, por ejemplo, ver a alguien asustado no sólo transmite el miedo, sino que activa el impulso a la acción. Estos estudios le han dado la razón a Mengzi, el sabio chino que tres siglos antes de Cristo afirmó que “la mente del ser humano no puede soportar el sufrimiento de sus semejantes”. Cuando vemos a otro en problemas se disparan en el cerebro circuitos similares que generan una resonancia empática neuronal, la cual es el preludio de la compasión que nos lleva, por ejemplo, a acudir de forma automática en ayuda de un niño que grita. En otras palabras, “sentir con” predispone a “actuar por”.
Diversos experimentos realizados con roedores, con macacos y con bebés humanos han puesto de relieve que, en efecto, las tres especies compartimos un impulso automático a dirigir la atención hacia otro que sufre, a sentir de forma semejante y a intentar ayudarle. Adicionalmente, los estudios con seres humanos han extendido esta conclusión para afirmar que cuanto mayor sea la atención prestada, mayor la capacidad de captar el estado interno de otro de forma clara, rápida y sutil. Igualmente, se ha detectado que el ensimismamiento, en cualquiera de sus formas, dificulta el establecimiento de la empatía e impide, en consecuencia, el surgimiento de la compasión.
Esta última conclusión constituye una alerta evidente frente a los costes emocionales y sociales de las nuevas formas de autismo social que se multiplican en el mundo contemporáneo, donde las personas parecen desconectarse de quienes les rodean para establecer contacto con una realidad virtual, bajo el influjo de sus iPods, sus teléfonos móviles y otros artefactos. Ya en 1963, cuando la televisión comenzaba a difundirse en todos los hogares, T. S. Elliot afirmó que aquella “permite que millones de personas se rían simultáneamente del mismo chiste pero, a pesar de ello, sigan estando solos”.
Las dos vías del cerebro
El paciente X había perdido las conexiones nerviosas entre sus ojos y la corteza occipital, que se encarga del procesamiento visual. Sus ojos podían registrar las señales, pero su cerebro era incapaz de descifrarlas. En esencia, pues, este paciente era totalmente ciego y no podía reconocer ninguna imagen que se le mostrara, aunque fueran simples círculos o cuadrados. Sin embargo, cuando se le mostraron fotografías de personas enfadadas o alegres, sí pudo reconocer las emociones expresadas.
La amígdala es una región del cerebro estrechamente ligada con la producción e identificación de las emociones. Es ella la que desencadena los procesos cerebrales que nos permiten reproducir en nuestro cuerpo las señales emocionales que percibimos, sin que seamos conscientes de ello, pues las áreas verbales y las regiones que asociamos a la razón y a la conciencia no se ven necesariamente involucradas en el proceso. Esto significa que aunque el paciente X no podía “ver” las emociones en el rostro, sí podía llegar a sentirlas.
Esta base neurológica del contagio emocional opera para cualquier sentimiento e ilustra de forma clara el funcionamiento de lo que los científicos han llamado la “vía inferior” del cerebro. De acuerdo con esta teoría, el cerebro dispone de un conjunto de circuitos cerebrales muy veloces que operan automáticamente sin la intervención de la conciencia, por los cuales circula la mayor parte de lo que hacemos, particularmente en lo referido a nuestra vida afectiva. La vía inferior procesa los sentimientos y genera impulsos a velocidad infinitesimal, sacrificando la exactitud en beneficio de la rapidez.
Al mismo tiempo, el cerebro cuenta con una “vía superior”, que es la que asociamos a la racionalidad, y que nos permite ser conscientes y controlar lo que ocurre en nuestra vida. Esta serie de circuitos operan de forma mucho más lenta, deliberada y sistemática, sacrificando velocidad en beneficio de la exactitud.
A la existencia independiente de estas dos vías se le atribuye el hecho de que muchas veces caigamos en un determinado estado anímico sin conocer en absoluto la causa que lo generó. Una música ambiental, un tono de voz o una determinada escena pueden moldear nuestras emociones sin que tengamos conciencia alguna de ello. En un curioso experimento realizado en la Universidad de Wurzburgo, numerosos grupos de personas escucharon el mismo fragmento leído de un texto de Hume, con una variante casi imperceptible: para la mitad de los grupos, la lectura provenía de una voz con un dejo de tristeza, mientras que la otra mitad escuchó una voz que leía animada por una sutil alegría. A la salida, los dos grupos fueron analizados y, en efecto, sus estados anímicos se orientaban hacia la tristeza o hacia la alegría según el tono en que se les había leído el texto.
A los mecanismos imperceptibles de la vía inferior podemos atribuirles el hecho de que la mera contemplación de un rostro feliz provoque en nosotros esa misma sensación, pues sin siquiera notarlo tendemos a imitar el rostro observado y la propia realización del gesto tiene la capacidad de suscitar en nosotros el sentimiento exhibido. De hecho, cuanto más exacta es la imitación de la persona observada, más exacta es también la sensación de lo que esa persona está sintiendo; algo que comprendió intuitivamente Edgar Allan Poe al afirmar lo siguiente: “Cuando quiero saber lo bondadosa o malvada que es una persona, o qué es lo que está pensando, reproduzco en mi rostro, lo más exactamente que puedo, su expresión, y luego aguardo hasta ver cuáles son los pensamientos o sentimientos que aparecen en mi mente o en mi corazón que equivalen o se corresponden con esa expresión”.
Paul Ekman, psicólogo estadounidense que ha estudiado a fondo las emociones, es un experto en la detección de la mentira. Con un estoicismo científico que le permitía llegar a propiciarse ligeras descargas eléctricas para ubicar los músculos más esquivos, Ekman pasó un año aprendiendo a controlar voluntariamente cada uno de los aproximadamente doscientos músculos del rostro. Tras esto, dibujó un detallado mapa de los diferentes sistemas musculares que intervienen en los gestos para exhibir cada emoción, con sus múltiples matices y variantes. Gracias a ello, al discernir las sutilezas faciales con que se manifiestan las emociones, cuenta con una poderosa herramienta para identificar la emoción real que subyace bajo la máscara con la que una persona pretende ocultar sus sentimientos. De acuerdo con Ekman, las palabras pueden mentir, pero los rostros no, porque la decisión de mentir está controlada por la vía superior, mientras que los músculos faciales son coordinados por la vía inferior. Por eso, el rostro del mentiroso contradice sus palabras; cuando la vía superior encubre, la inferior revela.
Por su naturaleza impulsiva y su extremada rapidez, la vía inferior puede conducir a comportamientos incorrectos y, de hecho, suele encontrarse en el origen de muchos conflictos, desde las simples desavenencias sociales hasta los delitos más ominosos. La vía superior permite el equilibrio, pues controla y frena los impulsos de la inferior y nos protege así de los problemas que ésta puede causar. Como la corteza orbitofrontal modula el funcionamiento de la amígdala, fuente de los impulsos pasionales, quienes tienen inhibidos estos circuitos neuronales carecen de autocontrol y están a merced de sus arrebatos emocionales. Esto explica que algunas personas no puedan dejar de imitar a los otros o de cometer todo tipo de errores sociales sin llegar a percatarse de ello.
Al contrarrestar los impulsos emocionales y ofrecer mayores y más sutiles elementos para la acción, la vía superior amplía y flexibiliza el repertorio establecido y fijo de respuestas de la vía inferior. Así, su correcta intervención permite adecuar, modular y optimizar las respuestas emocionales. La inteligencia social agrupa, pues, algunas competencias básicas de la vía inferior, como aquellas que están asociadas a la empatía, junto con las habilidades más complejas de la vía superior como es el control de los arrebatos emocionales.
Jonathan Cohen es pionero en una ciencia que estudia el transfondo neuronal de los procesos racionales e irracionales de la toma de decisiones, conocida como la neuroeconomía. Ha realizado escáneres cerebrales de personas que realizan un juego simulado de negociación y, al analizar lo que ocurre en sus cerebros, ha encontrado que cuanto más intensa es la reactividad de la vía inferior, menos racionales son las respuestas del jugador desde la perspectiva económica. Por el contrario, cuanto más activa permanece la región prefrontal (centro operativo de la vía superior), más equilibradas son las respuestas.
El rapport: una forma de sintonía social
Mientras un paciente habla tendido en un diván de cuero y su psicoanalista lo escucha desde una butaca, los dedos de cada uno están conectados a unos pequeños cables que registran los sutiles cambios en las respuestas de sudoración a lo largo de la sesión: así evaluó Carl Marci las interacciones entre varios terapeutas de Boston y sus pacientes, obteniendo en cada caso un vídeo de la sesión junto con un registro de dos líneas que oscilaban al ritmo en que emergían y desaparecían las emociones en cada uno de los intervinientes. Cuando la sesión fluía, las líneas describían un movimiento armónico, una suerte de danza coordinada que reflejaba la sintonía fisiológica entre las dos personas. Cuando la desconexión era evidente, y había continuas interrupciones, refutaciones o críticas entre los dos, las líneas semejaban el vuelo nervioso de dos aves con rumbos desiguales.
Detrás de este ejercicio se esconde un avance maravilloso de la neurociencia: la capacidad de preguntarse por el funcionamiento simultáneo de dos cerebros y poner de relieve la danza neuronal en la que se hallan inmersos. Marci ha podido así trazar lo que ha llamado el “logaritmo de la empatía”, basándose en las respuestas de sudoración de dos personas durante una interacción para determinar la intensidad del rapport existente entre ellas.
Un ejemplo paradigmático de relación de rapport suele darse en la relación entre la madre y su bebé y se manifiesta en el “maternés”: ese correlato adulto del habla infantil, compuesto de frases cortas y balbuceos, mediante el cual la madre entra en sintonía con el niño adoptando un tono amable, juguetón y con un ritmo regular.
Robert Rosenthal, psicólogo de origen alemán, ha definido tres elementos esenciales que determinan una relación de rapport:
- Atención compartida, que se manifiesta en detalles como la postura física o la mirada a los ojos. Si no se presta una atención completa al otro, la conexión es parcial y se pierden detalles cruciales de tipo emocional.
- Sensación positiva, para entrar en sintonía con el otro: los mensajes no verbales priman sobre aquello que se dice, porque el vínculo emocional tácito, que transita por la vía inferior, es más directo e íntimo.
- Coordinación o sincronía, que se hace evidente cuando las respuestas espontáneas de las partes están tan bien coordinadas como si estuvieran ejecutando una danza previamente planificada.
Diferentes investigaciones realizadas en este campo han logrado determinar que cuando dos amigos hablan, sus ritmos respiratorios tienden a equilibrarse, de manera que ambos comienzan a inhalar al mismo tiempo, o bien uno inhala cuando el otro exhala. La expresión estética de esta sincronía a nivel colectivo se ve claramente expresada en ejercicios como las coreografías o como la ola en un estadio, en la que muchas personas coordinan sus movimientos. La atracción natural hacia esta sincronía parece estar dada por la naturaleza, como demuestran infinidad de procesos naturales en los que la oscilación de dos o más ritmos tiende a acoplarse.
En las relaciones humanas, cuanto mayor es la sincronía, más positivamente se siente y se recuerda el encuentro. En este sentido, si bien algunos consultores recomiendan a las personas imitar a sus interlocutores para establecer un buen rapport, otros estudios más profundos sugieren que esta sincronía tiene que ser espontánea, pues en los casos en que un experimentador imitaba de forma deliberada a un entrevistado, rara vez emergía la sincronía. La imitación fingida, por tanto, no favorece el rapport.
Educando la naturaleza
Basta con observar a un grupo de niños para notar al instante que la conducta individual de cada uno es diferente y que mientras algunos se muestran reservados y poco comunicativos, otros parecen exploradores innatos y no tienen ningún problema en enfrentarse a un grupo de desconocidos. Con los hallazgos de la ciencia contemporánea, este tipo de diferencias se ha atribuido a las estructuras genéticas con que cada sujeto viene equipado, arguyendo que las secuencias de ADN, que son inmodificables, determinan nuestros hábitos y nuestras conductas.
Sin embargo, las cosas no parecen ser tan simples. El genetista John Crabbe realizó una serie de experimentos con una cierta cepa de ratones, sometiéndolos a unos entornos idénticos, para comprobar si, ante una misma situación, sus reacciones venían escritas en su estructura genética y eran, por lo tanto, iguales. Crabbe encontró que no era así. El comportamiento de los ratones no era predecible porque, a su juicio, lo que importa no es tanto la estructura genética como la forma en que ésta se expresa. Y la expresión de las secuencias de ADN se va modificando en función de las experiencias vividas. Es decir, el niño tímido y asustadizo puede llegar a modificar su comportamiento si se enfrenta a estímulos adecuados que lo muevan a ello.
El entorno en el que nos desenvolvemos tiene la capacidad de programar nuestros genes y determinar su grado de activación, generando un proceso continuo de desarrollo y complejidad de la estructura genética que recibe el nombre de epigénesis. Así como el área de un rectángulo está dada por su altura y por su anchura, el carácter de un individuo depende de su estructura genética y de su epigénesis.
Estas conclusiones adquieren una relevancia capital en lo que tiene que ver con la formación de las personas. Si el cerebro se está modificando en función de las experiencias que el sujeto afronta, el impacto de las relaciones parentales o de cualquier relación educativa es innegable, sobre todo en los dos primeros años de vida, en los que se da el 60 % del crecimiento del cerebro.
Los experimentos de Michael Meaney, de la Universidad de McGill en Montreal, con conejillos de Indias han logrado encontrar una “ventana temporal” que se cierra dos horas después del nacimiento, en la cual se dan unos procesos químicos cruciales para la configuración del cerebro que determinarán la pauta química de sus neuronas para el resto de sus días. Pero aún más asombrosa es la relación que han logrado establecer estos estudios entre el tiempo que la madre dedica a lamer a cada cachorro durante estas dos horas y el posterior desarrollo cerebral de ese ratón. Cuanto más estimulante sea la madre, más confiada, valiente e ingeniosa será su cría. Por el contrario, si la madre ha sido poco estimulante en sus lamidos iniciales, la cría presentará dificultades de aprendizaje, mostrará menor control frente a las amenazas y puntuará más bajo en pruebas de habilidad como la de encontrar la salida de un laberinto (algo semejante al cociente intelectual de los ratones).
Si bien los estudios con seres humanos no son tan elocuentes, la analogía no deja de plantearse. Nuestra ventana temporal parece hallarse principalmente en el córtex prefrontal, que se encuentra en maduración hasta el comienzo de la edad adulta, y el equivalente a los lamidos de la madre parece estar dado por la empatía, la sintonía y el contacto con la madre y las personas más cercanas.
Milton Erickson, pionero en modificar las técnicas de hipnosis aplicadas a la psicoterapia, contaba que durante su infancia en Nevada siempre intentaba llegar el primero a la escuela en la época de invierno, pues así iba abriendo con sus botas un sendero -al que deliberadamente daba una forma sinuosa- y luego contemplaba cómo el siguiente niño invariablemente tomaba la ruta por él había abierta, al igual que hacían los siguientes en una especie de instinto por seguir el camino de menor resistencia. Al salir del colegio, la ruta caprichosa que él había dibujado por la mañana, formada por curvas y giros absurdos, era una vía establecida: la que irremediablemente tomaba todo el mundo.
Esta metáfora de Erickson para mostrar la forma en que nacen los hábitos ejemplifica con gran claridad el modo en que se establecen los senderos neuronales en el cerebro. Las primeras conexiones que se realizan entre circuitos neuronales, suscitadas por los estímulos y retos que se le presentan al cerebro, van fortaleciéndose hasta convertirse en rutas automáticas que serán pautas de procesamiento cerebral. Ante estímulos semejantes, el cerebro ya tendrá definidas las vías de procesamiento.
Esta conclusión se vio confirmada por un experimento realizado con monos titís, en el que algunas de las crías fueron sometidas a situaciones que les generaban temor: cuando sólo contaban diecisiete semanas, se les separaba esporádicamente de sus madres para llevarlos a una jaula en la que se encontrarían rodeados de monos desconocidos. Más adelante, cuando los monos ya se habían destetado, se les llevaba de nuevo a una jaula llena de extraños, pero esta vez acompañados de su madre. Así se vio que los pequeños titís que habían sido sometidos previamente a situaciones de estrés se mostraban mucho más curiosos y valientes en el nuevo entorno que aquellos que habían permanecido todo el tiempo en el cálido regazo de sus madres.
En el proceso de epigénesis, la experiencia cotidiana va esculpiendo los senderos neuronales, y de esta manera la vía superior puede conquistar a la inferior, haciendo que un individuo supere sus orientaciones genéticas, como aquellas que le impiden relacionarse con otros o que lo hacen extremadamente irascible.
Jerome Kagan, uno de los psicólogos evolutivos más acreditados de la actualidad, ha estudiado durante décadas las pautas de comportamiento de algunos bebés, a quienes ha seguido durante su evolución para analizar la continuidad de sus temperamentos. De acuerdo con sus estudios, cuando los padres de niños que muestran una predisposición genética hacia la timidez los alientan a relacionarse con otros a los que normalmente evitarían, estos niños generalmente superan su timidez. Para que la vía superior conquiste los impulsos de la vía inferior se requiere esfuerzo y ayuda, pero con los estímulos adecuados, provenientes de los padres, de los maestros, de los psicólogos o incluso de los jefes, una persona puede revertir sus tendencias naturales y lograr metas que consideraría imposibles.
El estrés es social
La influencia biológica de las relaciones sociales y sus efectos sobre la salud de las personas están empezando a ser desvelados por la ciencia médica. Diferentes estudios han logrado identificar el efecto de las interacciones sociales sobre el organismo humano y la forma en que una relación conflictiva puede, por ejemplo, alterar la presión sanguínea o la secreción de ciertas hormonas, haciendo que las personas enfermen o se vuelvan mucho más vulnerables a las enfermedades.
El estrés es uno de los estados emocionales con mayores efectos biológicos sobre las personas. Esto se debe, según los hallazgos de la ciencia, a que en situaciones de estrés la glándula adrenal libera cortisol, una hormona necesaria para enfrentar las emergencias porque facilita la reacción del organismo ante situaciones de riesgo. Sin embargo, cuando esta hormona permanece demasiado tiempo en la sangre, sus efectos sobre el funcionamiento del cerebro son bastante negativos. Por una parte, genera disfunciones en el hipocampo, la región que coordina las tareas del aprendizaje, y por lo tanto se producen temores infundados y exagerados ante cuestiones menores. Por otra, el cortisol hace que la amígdala se torne hiperreactiva, al tiempo que impide a la región prefrontal modular sus respuestas para inhibir aquellos impulsos. El resultado general de este desequilibrio químico es una actitud temerosa y la incapacidad para controlar el pánico frente a situaciones que no constituyen una verdadera amenaza.
En esta misma línea, algunas investigaciones han sugerido una posible relación causal entre la hipertensión y el trato recibido por parte de los superiores. En cierto experimento en el que se estudió la presión sanguínea de los trabajadores, se observó que quienes se hallaban bajo la supervisión de un jefe al que temían mostraban tasas mucho más elevadas en este indicador. Por otra parte, una investigación realizada en Suecia confirmó que las personas que ocupan los escalafones inferiores en las organizaciones tienen una tendencia cuatro veces mayor a sufrir enfermedades cardiovasculares que aquellos otros que tienen menos jefes que soportar. Como se ha demostrado, el solo hecho de mantener una conversación con un superior jerárquico, independientemente del tipo de relación existente entre las dos personas, provoca un aumento de la presión sanguínea del subordinado significativamente superior al que se da cuando el interlocutor es un compañero de trabajo. Ahora bien, cuando la interacción es con una persona problemática, el aumento en la presión es mucho más alto.
De acuerdo con un metanálisis de doscientos ocho estudios que incluían a más de seis mil personas, la peor forma de estrés es la que se produce cuando una persona recibe las críticas ajenas y se siente impotente ante ellas. Los efectos sobre el organismo de una situación de esta naturaleza han sido evidenciados por un estudio en el que se midieron las tasas de cortisol de personas que habían sido convocadas para una entrevista laboral: en el transcurso de la misma, el entrevistador, aliado con los investigadores, se mostraba frío e indiferente con ellos y llegaba, incluso, a criticarlos abiertamente.
El hecho de que las amenazas y los retos tengan un carácter público, en el sentido de ser generados u observados por otras personas, hace que el estrés experimentado sea mucho mayor. Por esto, en algunos ejercicios en los que se sometía a los voluntarios a complicados ejercicios matemáticos, los incrementos en la tasa de cortisol no eran tan elevados como en el caso de la entrevista. Por esta misma razón, el cerebro reacciona de forma mucho más intensa ante los eventos de agresión o maltrato protagonizados por un tercero que ante los accidentes y calamidades de origen natural. Así pues, cuando los daños pueden atribuirse a la maldad de otra persona, el trastorno emocional permanente suele ser mucho más intenso y tener una mayor duración.
Con nuestra forma de relacionarnos con los otros no sólo podemos favorecer o perjudicar nuestro estado emocional, sino también producir consecuencias de índole biológica, pues la hostilidad del uno aumenta súbitamente la presión sanguínea del otro, mientras que el afecto la disminuye. Otros estudios científicos orientados por esta premisa han descubierto que las relaciones estresantes aumentan la posibilidad de resfriarse y que la progresiva complejidad del entorno social de una persona favorece su aprendizaje, al aumentar el ritmo de creación de nuevas neuronas.
A la luz de todos estos hallazgos, surge un cuestionamiento esencial sobre la eficacia del sistema de salud pública que rige en la mayoría de países occidentales, donde a los enfermos se les interna en unos hospitales fríos e impersonales: parece como si se diera por hecho que la mejor forma para combatir el sufrimiento físico consiste en aparejarles un sufrimiento emocional. Quizás sea hora de detenerse a analizar lo que sucede en un país como India, y en lugar de escandalizarse por el hecho de que en los hospitales no dan la comida a los pacientes, observar que estos últimos siempre llegan acompañados de sus familiares, que no sólo se encargan de cocinarles allí mismo, sino que duermen con ellos y les proporcionan un cuidado continuo y cariñoso.
Zona de rendimiento óptimo
Es verdad que el agotamiento no permite pensar con claridad, que la tristeza limita los pensamientos y que la eficacia cognitiva disminuye con la ansiedad; todo esto se debe al hecho de que la excitación emocional impide el funcionamiento adecuado de los centros ejecutivos del cerebro. La ansiedad y la ira, por un lado, y la tristeza por el otro, nos alejan de la zona de rendimiento óptimo del cerebro. Por el contrario, cuando las emociones son silenciosas o sus arrebatos se han sabido controlar, las redes neuronales pueden entrar en un “estado de máxima armonía” en el que la mente desarrolla su mayor eficacia, rapidez y poder.
De ahí la importancia de un buen clima emocional en el entorno laboral, pues los efectos de las perturbaciones ambientales en la productividad de los trabajadores son evidentes. Aunque una dosis moderada de angustia suele ser esencial para despertar la motivación, ya que con esta se generan cortisol y norepinefrina que impiden el aburrimiento, después de cierto punto la angustia va propiciando una secreción descontrolada de estas mismas sustancias, que interfieren en el desempeño de las funciones cognitivas del cerebro. Existe por tanto una relación entre el nivel de estrés y el rendimiento mental que forma una U invertida.
El reto de profesores y de jefes es que las personas a su cargo alcancen y se mantengan en la zona más alta de la U invertida, en la que el nivel de estrés no es tan alto como para generar una ansiedad paralizante, pero tampoco tan bajo como para suscitar el aburrimiento. En el ámbito laboral, esto exige la presencia de líderes socialmente inteligentes.
La clave de un liderazgo de esta naturaleza consiste en permanecer presente y conectado con las demás personas. Una encuesta realizada entre dos millones de empleados de setecientas empresas puso de relieve que la mayoría de ellos daban más importancia a tener un jefe bondadoso que a recibir un salario elevado. Siendo tan contagiosas las emociones y tan alto el influjo de los jefes sobre sus colaboradores, la actitud de los directivos es determinante a la hora de lograr que una empresa funcione o no.
En gran medida, los jefes desempeñan una tarea afín a la de los padres de familia y les corresponde alentar la seguridad de los suyos. Una serie de estudios realizados en numerosos países de todas las latitudes para determinar los atributos que la gente considera propios de un buen jefe han encontrado que los rasgos más recurrentes, como la empatía, la valentía, la escucha y la responsabilidad se corresponden perfectamente con lo que la gente espera de un buen padre.
Conclusión
El impacto de las relaciones sociales que usted establece diariamente es mucho mayor de lo que posiblemente imagina. Gracias a los avances de la neurociencia, se ha podido comenzar a rastrear la forma en que sus interacciones sociales tienen una repercusión directa en su vida, y así como pueden conducir sus estados de ánimo sin que usted se percate de ello, asimismo han ido labrando, con el paso de los años, su configuración neuronal, su temperamento, sus habilidades y hasta su estado de salud.
Puede sonar extraño que sea así, pero resulta absurdo ignorar la importancia de las relaciones sociales si tenemos en cuenta que nuestra posibilidad de sobrevivir como especie ha dependido directamente de nuestra habilidad para comunicarnos con los otros y lograr una coordinación grupal, en cuya ausencia hubiésemos sido devorados hace millones de años por otras especies más ágiles o más voraces.
Como legado de esta evolución, cada uno de nosotros viene equipado con un “cerebro social”, que no es un lóbulo o una región específica, sino un conjunto de circuitos presentes en todo el cerebro que se encargan de orquestar nuestras interacciones sociales. En términos generales, nuestro cerebro opera en dos vías complementarias, que evocan lo que solemos asociar con la racionalidad y con la emocionalidad. La primera de ellas es la vía superior, cuyo centro operativo se encuentra en la región prefrontal y nos permite tomar decisiones conscientes y calculadas. La segunda, en cambio, conocida como la vía inferior, está relacionada con el sistema límbico del cerebro y tiene su epicentro en la amígdala. Esta vía genera reacciones instintivas ante los estímulos externos y nos permite tomar decisiones inmediatas e inconscientes frente a las situaciones que vivimos.
Así como podemos cultivar nuestra inteligencia para resolver complejas ecuaciones matemáticas, también podemos adiestrar nuestra inteligencia social, que transita por las dos vías descritas, para ser conscientes del influjo que las relaciones sociales ejercen en nosotros y del impacto que igualmente podemos causar en las emociones ajenas. Este tipo de inteligencia nos permitirá canalizar positivamente estos estímulos y conectar con los demás de forma armónica y saludable.
Fuente: Leader Summaries