Un científico entra por la mañana a trabajar en su estudio y cuando menos lo piensa, se da cuenta de que ya es de noche y que ha pasado todo el día inmerso en sus tareas, sin ni siquiera alimentarse. Un alpinista escala las arriesgadas cumbres del Everest y mientras mantiene el control pleno del ascenso, siente que su cuerpo se funde con la roca. Una bailarina realiza con precisión y armonía una serie de complejos movimientos que hace parecer sencillos, al tiempo que ella misma se siente como flotando. Un cirujano acomete una delicada operación y mientras percibe con todo detalle la interacción entre su bisturí y el órgano del paciente, todo el entorno parece desvanecerse. Un amante hace el amor con su pareja y siente que se fusiona con ella y con el cosmos. Un gourmet saborea un elaborado plato y olvida que ha perdido su fortuna. Unos chicos saltan en monopatín y sus miedos se disipan. Un filósofo piensa y se olvida de que existe. Un músico toca el saxofón y su cuerpo es música. Un niño da sus primeros pasos y percibe que puede caminar…
Todos ellos fluyen en una “experiencia óptima” y no sólo han escapado a la ansiedad y al aburrimiento, sino que, al hacerlo, han logrado poner orden en el caos reinante de sus mentes. Todos ellos están experimentando el disfrute y además de que recordarán la experiencia como algo placentero, obtendrán de ella el estímulo adecuado para buscar nuevos desafíos y hacer que sus personalidades crezcan y se tornen más complejas.
Esa especie de epifanía, ese profundo sentimiento de alegría que han deseado durante largo tiempo y que representa la imagen de lo que quisieran que fuera la vida, no ha llegado a ellos por la gracia de su buena fortuna. Son ellos mismos, con el esfuerzo constante de sus mentes y de sus cuerpos, quienes han traspasado sus limitaciones y han propiciado una experiencia que va más allá del placer instantáneo de los sentidos, en el que se esconde la esencia de una vida feliz.
Hace más de veintitrés siglos, Aristóteles llegó a la conclusión de que lo que más buscan los hombres y las mujeres es la felicidad. Pero los incontables avances tecnológicos y científicos que hemos logrado desde entonces no parecen haber arrojado mayor luz sobre qué es la felicidad, ni nos han ofrecido las herramientas adecuadas para ayudarnos a alcanzarla.
Esto es lo que movió a Csikszentmihalyi a liderar, desde la Universidad de Chicago y con el apoyo de investigadores de todo el mundo, un estudio de orden psicológico para comprender el fenómeno de la felicidad, indagando sobre las actividades que producían el disfrute y la forma en que se sentían las personas cuando disfrutaban de sí mismas. Durante doce años, este equipo de psicólogos realizó entrevistas, formuló cuestionarios y, sobre todo, implementó el Método de Muestreo de Experiencia. Dicho método consistía en entregarle a una persona un “busca” y enviarle unos ocho mensajes de alerta al día, de forma aleatoria, pidiéndole que escribiera lo que estaba haciendo en ese momento y la forma en que se sentía cada vez que recibía el mensaje. Este método fue utilizado con cien mil personas en diferentes partes del mundo y permitió obtener un informe casi continuo de sus vidas durante un determinado periodo de tiempo.
La conclusión más sorprendente que surgió al analizar los resultados es que las experiencias óptimas eran descritas en términos muy similares por todas las personas, independientemente de su origen, de su edad, de sus rasgos culturales e, incluso, del tipo de actividad realizada. La experiencia óptima, ese momento en el que las personas están tan involucradas en una actividad que su realización es intrínsecamente gratificante y nada más parece importarles, puede ser, entonces, un estado del ser humano que responde a unas características universales. Lo que aquí se presenta son los resultados de ese análisis.
Orden en el caos
El testimonio de tantas personas que llegan al final de sus vidas sintiendo que han malgastado su tiempo entre la ansiedad y el aburrimiento, a pesar de haber acumulado grandes cantidades de dinero, de haber coleccionado aventuras amorosas o de haber ejercido un poder directo sobre otros, invita a preguntarse si el destino de nuestra especie nos lleva a permanecer siempre insatisfechos: si quizá nuestra naturaleza nos inclina a desear más de lo que podemos obtener o si tal vez buscamos la felicidad en el lugar equivocado.
Porque el desencanto parece ser una constante. Tan pronto como se han resuelto las necesidades básicas, asegurando el alimento, encontrando abrigo y saciando los apetitos sexuales, las expectativas se incrementan y surgen nuevas necesidades. En esencia, mejorar la calidad de vida es una tarea inacabable, y por eso el inagotable listado de inventos y conquistas con las que hemos multiplicado colectivamente nuestros poderes materiales no ha reportado una mejora en el contenido de la experiencia humana.
La sensación continua de que existen otras cosas para hacer la vida mejor dificulta el disfrute de lo que se tiene en el presente, en la medida en que propicia el desorden mental conocido como “entropía” en el que la energía psíquica se dispersa sin un rumbo claro, tratando de atender las múltiples necesidades o amenazas que se le presentan a la mente. Quien se obsesiona por la consecución de todo lo que puede ser mejor, sacrifica su presente en beneficio de un futuro hipotético que siempre estará un paso más adelante.
Para comprenderlo mejor, conviene definir qué es la conciencia humana y, en particular, cuál es el rol que juega la atención en su configuración. Nuestra conciencia funciona como una central telefónica, cuyo objetivo es organizar y priorizar las sensaciones, sentimientos, percepciones e ideas frente a lo que está sucediendo dentro y fuera del organismo, de tal modo que el cuerpo pueda evaluarlas y actuar en consecuencia. Al estar consciente, una persona no sólo está expuesta a una sucesión continua de estímulos, sino que, a diferencia de lo que le sucede a ella misma mientras duerme o de lo que le ocurre a las demás especies, es capaz de controlarlos y dirigir el curso de los eventos. La conciencia es, entonces, “información intencionalmente ordenada”, y cada cual se encarga de definir qué información ingresa en su sistema, usando para esto su atención.
Ante los millones de señales potenciales que están al alcance de una persona en cada instante, su atención es la encargada de seleccionar las piezas de información que considera más relevantes para ingresarlas a la conciencia e ir construyendo con ellas la personalidad. Y como nuestra atención es capaz de escudriñar la memoria para recuperar en ella las referencias apropiadas que le permitan evaluar un acontecimiento y elegir un curso de acción, quien controla su atención, controla su conciencia, pues puede evitar las distracciones y concentrarse todo el tiempo que desee en alcanzar sus objetivos.
La combinación de todo lo que ha pasado por la conciencia de una persona -recuerdos, acciones, deseos, placeres y dolores- configura su personalidad, es decir, determina la jerarquía de objetivos que la persona ha ido construyendo, pieza a pieza, a lo largo de la vida. Existe, pues, una relación circular entre la personalidad y la atención, pues así como uno dirige su atención hacia aquellas cosas que su personalidad prioriza, asimismo va configurando su personalidad en función de las cosas a las cuales presta atención.
Piense en un músico, un médico, un navegante o un cazador. Cada uno de ellos ha entrenado su atención para procesar señales que de otro modo pasarían inadvertidas. Y como la atención es la que determina lo que entra o no en la conciencia y, por tanto, es la responsable de que sucedan otros actos mentales -como el recuerdo, el pensamiento, el sentimiento o la toma de decisiones-, la forma y el contenido de la vida dependen de la manera en que se utilice la atención.
En la misma fiesta, frente a unas condiciones objetivas exactamente iguales, cada persona enfocará su atención hacia algo diferente, y obtendrá por ello una percepción única del evento, pues más que existir una sola realidad, hay tantas realidades como conciencias la experimenten. Así, el extrovertido perseguirá una interacción placentera con otros, el triunfador buscará contactos útiles, el libertino explorará oportunidades de romance y el paranoico estará en guardia, buscando signos de peligro para evitarlos. Y esa inversión de energía psíquica será la responsable de lo que cada uno obtenga de la experiencia.
Al estar inmersos en una realidad compleja, en un mundo natural regido por el caos, la atención tiende a dispersarse y la entropía se apropia de nuestra mente. A la amenaza de los deseos insatisfechos que dispersan nuestra atención, se le suma también la impotencia de no poder controlar las fuerzas aleatorias en las que estamos inmersos y que, por su propia naturaleza, son absolutamente indiferentes a nuestras necesidades. El volcán que hace erupción, el ciclo de la vida humana o el movimiento de las partículas escapan a nuestro control, porque no obedecen a nuestras reglas.
Para protegerse de ese caos y soportar el desamparo y la angustia que suscitan en nuestra conciencia, el ser humano ha levantado culturas estableciendo normas, metas y creencias comunes, en un intento por ordenar el caótico espectro de posibilidades que ofrece el universo y, de esta manera, reducir el impacto de la aleatoriedad sobre la experiencia. Pero cuando el bastión de una cultura se desmorona, cuando las tradiciones étnicas pierden actualidad, cuando el patriotismo es cuestionado, cuando los cimientos de la religión que explicaba el universo desparecen, en definitiva, cuando los valores culturales sucumben, entonces las personas pierden el sostén y se hunden en un pantano de ansiedad y apatía.
Al percibir la dimensión de su soledad y notar que todo el despliegue científico y tecnológico ha sido incapaz de reportarle orden y felicidad, cada persona reacciona a su modo, volcando toda su atención hacia nuevos propósitos y tratar así de controlar el caos de las fuerzas externas. Algunos buscan entonces soporte en un nuevo dogma, otros intentar huir de la angustia mediante el alcohol y las drogas y otros más tratan de aumentar su riqueza para ampliar su capacidad de acción y sentir que controlan la realidad. Pero la realidad seguirá siendo dictada por la forma en que la conciencia perciba los hechos externos, así que no basta con que éstos cambien para que alguien pueda considerarse más feliz.
La batalla por la felicidad es una batalla contra la entropía que desordena la conciencia. El estado opuesto a esa entropía es el de la experiencia óptima, que ocurre cuando la información que llega a la conciencia es congruente con las metas de la personalidad y entonces la energía psíquica puede fluir sin ningún esfuerzo. Cuando alguien es capaz de organizar su conciencia para maximizar las situaciones de flujo, su calidad de vida mejorará invariablemente, porque incluso los asuntos rutinarios del trabajo o el hogar podrán adquirir un propósito y volverse fuentes de disfrute.
A diferencia de la simple experimentación del placer, cuyo disfrute es instantáneo y puede lograrse sin mayor esfuerzo (como sucede con las drogas o con el sexo fácil), la experiencia óptima requiere una atención totalmente concentrada que genera un movimiento hacia delante, capaz de reconfigurar la conciencia y crear orden en ella. Cuando alguien ha optado por una meta y se involucra en ella hasta los límites de su concentración, cualquier cosa que haga le resultará agradable. Como sucede en los cuentos tradicionales en que los protagonistas “vivieron felices y comieron perdices”, el disfrute no llega solo, sino que es el resultado de haber combatido dragones, maleficios u obstáculos de todo tipo. Y una vez que alguien ha probado este goce, doblará sus esfuerzos para probarlo de nuevo. Por ello, las experiencias que hacen fluir la mente permiten que la personalidad crezca y se haga más compleja.
La experiencia autotélica
En su raíz etimológica, la palabra autotélica viene de los vocablos griegos auto y telos que significan, respectivamente, “en sí mismo” y “finalidad”. Una experiencia autotélica es aquella en la que la recompensa obtenida se deriva del mismo acto de realizar la actividad. Es decir, la atención de quien la experimenta se centra en la actividad en sí misma y no en sus posibles consecuencias.
En una situación así, la energía psíquica trabaja para reforzar la personalidad en lugar de perderse en unas metas extrínsecas y el resultado inmediato es una sensación de disfrute y realización. Por esto, las experiencias autotélicas no están garantizadas por la presencia de ciertos factores exteriores, sino que responden prioritariamente a la disposición interna de la conciencia para evitar la ansiedad y el aburrimiento, poniendo orden en el caos de la mente. De hecho, una de las conclusiones obtenidas mediante el Método de Muestreo de la Experiencia fue que las actividades de ocio barato suelen ser mucho más satisfactorias que las que son costosas, desde el punto de vista de los recursos requeridos para ellas.
Hace ya muchos siglos, Marco Aurelio sentenció: “Si te sientes dolido por las cosas externas, no son éstas las que te molestan, sino tu propio juicio acerca de ellas. Y está en tu poder el cambiar este juicio ahora mismo”. De igual manera, la experiencia óptima, aquella que disfrutamos por ser un fin en sí misma, es un proceso que ocurre en cada persona y que no depende de lo que sucede en el mundo, sino de la forma en que ese individuo lo asimila.
La investigación que a este respecto se llevó adelante durante doce años, y en la cual se estudió la vida diaria de miles de personas en todo el mundo, permite elucidar algunos elementos comunes en sus descripciones sobre los momentos de mayor disfrute y realización. Independientemente de que se trate de un escolar en Asia, de un joven escalador en Norteamérica, de un ajedrecista soviético, de una abuela en las montañas de los Alpes o de un director de empresa, la descripción de lo que sienten cuando viven una experiencia de este estilo es sorprendentemente parecida. De sus testimonios se han extraído las siguientes ocho características, que en su conjunto permiten comprender mejor la naturaleza de tales experiencias:
1- Desafío que requiere habilidades. Según los testimonios recogidos, el disfrute en una actividad llega a su punto máximo cuando los desafíos están en justo equilibrio con las habilidades personales. Cuando un tenista hábil se enfrenta con uno menos diestro, el primero se aburrirá, mientras que el segundo se sentirá ansioso y frustrado. El disfrute sólo aparece cuando se logra el punto medio entre el aburrimiento y la inquietud. Esto explica por qué las actividades de flujo conducen al crecimiento y al descubrimiento; nadie puede disfrutar haciendo lo mismo durante mucho tiempo.
Por lo general, la actividad autotélica debe tener unos objetivos que sean alcanzables gracias al conjunto de habilidades y destrezas que la persona posee. Y esas actividades pueden ser físicas, como sucede con el deporte, o mentales, como sucede con la lectura o con cualquier otra actividad en la que haya que manipular información simbólica.
Las competiciones son una forma corriente de encontrar desafíos que pueden estimular y agrandarse, pero cuando vencer al adversario se vuelve más importante que lograr el mejor desempeño posible, entonces el disfrute tiende a desaparecer. Una competición es agradable cuando se la percibe como un medio para perfeccionar las propias habilidades, pero no cuando es asumida como un fin en sí misma.
2- Concentración y enfoque. Cierto jugador de ajedrez afirmaba que cuando se juega una partida en un torneo “el techo podría caerse y, si no le cayese justo encima, usted no se daría ni cuenta”. Cuando la atención está completamente absorta en una actividad, lo que la persona está haciendo llega a ser algo espontáneo, casi automático, y el protagonista deja de ser consciente de sí mismo como un ser separado de lo que hace. Por eso muchos describen la experiencia como un estado de flujo, en el que la mente discurre libre y armónicamente.
En la medida en que la atención está completamente dirigida a la acción que se realiza, la persona alcanza un altísimo grado de concentración en un campo muy limitado y concreto de atención.
3- Metas claras. Aunque el tiempo que duran las distintas actividades placenteras es muy variable, y mientras que unas culminan en pocos segundos otras pueden alargarse días enteros, en todas ellas la persona es consciente de las metas o propósitos finales. Así, el jugador de tenis tiene claro que debe lograr ubicar la pelota en el área de su rival, el navegante de alta mar sabe que en algún momento deberá arribar a tierra firme y la anciana que fluye diariamente mientras cuida de sus vacas y de su huerto sabe que de allí obtendrá el alimento.
En el caso de los artistas se da una situación particular. A pesar de saber que quieren pintar un cuadro, componer una canción o escribir una historia, sus metas siguen siendo bastante difusas y sólo se van definiendo en el transcurso de la actividad creativa. Pero según lo detectado en este estudio, las actividades que llevan en su propia esencia el libre espacio de la improvisación, sólo llegan a disfrutarse cuando sus protagonistas son capaces de ir construyendo las reglas y las metas sobre la marcha. Y así como el pintor va definiendo con cada trazo su objetivo final, así mismo los músicos de jazz van dándole un cauce definido a una improvisación musical.
4- Directa e inmediata retroalimentación. Muchos cirujanos afirman que una de las razones por las que les apasiona su trabajo es el hecho de que, al realizar una operación, pueden saber directamente si lo están haciendo bien o no. Y agregan que no soportarían la situación de un médico interno, ni mucho menos la de un psicoanalista, que sólo obtienen pruebas de su rendimiento en un periodo largo e incierto de tiempo.
Tan cierto como que la sensación de estar haciendo algo bien es uno de los componentes de la experiencia óptima, lo es el hecho de que todas las personas son capaces de afinar su atención para percibir las señales de éxito o aprobación de formas que a otros les resultan invisibles. Hasta el psicoanalista puede encontrar retroalimentación continua en los gestos, palabras o actitudes de su paciente, e incluso el artista que compone en solitario puede tener indicios de que su obra está bien realizada.
En realidad, el tipo de retroalimentación que se reciba es irrelevante: lo importante es poder tener la sensación de que la tarea o actividad se está haciendo bien, porque sentir que se ha tenido éxito en alcanzar la meta crea orden en la conciencia y fortalece la estructura de la personalidad.
5- No hay espacio para otras informaciones. Cierto escalador definía este hecho muy atinadamente con la siguiente descripción de sus ascensos en la roca: “Todo lo que puedo recordar son los últimos treinta segundos, y todo lo que puedo pensar hacia el futuro se concentra en los próximos cinco minutos”. En los momentos de flujo la atención excluye toda la información que ocupa la cabeza y que no es de utilidad para lo que se está realizando; las preocupaciones de la vida ordinaria quedan excluidas de la mente. Es como si la persona, mientras se mantiene la actividad, desconectara su memoria y alejara la entropía poniendo orden en su mente y olvidando los aspectos desagradables de la vida.
6- Un sentimiento de control personal sobre la situación o actividad. Según los testimonios directos, el disfrute de las actividades de riesgo como el vuelo con ala delta, el alpinismo o el buceo a gran profundidad, no deriva del peligro en sí mismo, sino de la capacidad para minimizarlo. Y aunque algunas personas afirman que detrás de un deportista de riesgo se esconde una personalidad patológica que se deleita tentando a la muerte, el placer que se deriva de estas actividades surge precisamente de una saludable sensación de ser capaz de controlar fuerzas potencialmente peligrosas. En toda actividad existen unos peligros objetivos, que son impredecibles e inevitables (como por ejemplo, un derrumbe) y unos peligros subjetivos, que provienen de la falta de habilidad o la incapacidad para estimar correctamente los peligros. Los deportistas de riesgo buscan limitar tanto como sea posible los primeros y eliminar por completo los segundos, mediante una rigurosa disciplina y una sólida preparación.
Pero esto no es una característica exclusiva de los deportes de riesgo, pues toda experiencia de flujo involucra la sensación de tener el control o la falta de preocupación por perderlo. De hecho, dicha sensación de controlar la entropía explica también por qué las actividades de flujo pueden ser tan adictivas y por qué, por ejemplo, tantos ajedrecistas vuelven la espalda al “desorden” del mundo real.
Si bien algunos consideran que los juegos de azar constituyen una excepción a esta regla, lo cierto es que el disfrute de estos jugadores está íntimamente ligado a la sensación subjetiva de que controlan el destino y de que sus habilidades juegan un papel importante en el resultado.
7- Pérdida del sentimiento de autoconciencia. Cuando se experimenta la sensación de flujo, desaparece de la conciencia algo a lo que comúnmente dedicamos mucha atención: la propia personalidad. Muchas personas describen estos episodios diciendo que es como si no tuviesen ego, y como las demandas del “yo” consumen continuamente una elevada cantidad de energía, el liberarse de ellas deja el camino libre para que la atención se dedique a otros fines. Paradójicamente, cuando logramos olvidarnos de quién o de qué somos, podemos expandir aquello que somos. La experiencia óptima permite así una forma de trascendencia, pues al perder momentáneamente la personalidad, sobrepasamos el propio yo, que podrá emerger con más fuerza tras la experiencia vivida.
Este fenómeno, adicionalmente, suele venir aparejado a una sensación de fusión con el entorno que, según el caso, puede estar configurado por la montaña, el mar, el colectivo de personas con el que se realiza la actividad o cualquier otro componente del cosmos.
8- Distorsión del sentido del tiempo. Durante el disfrute de la experiencia autotélica, la dimensión objetiva del mundo externo se vuelve irrelevante, y la percepción subjetiva de la experiencia temporal se ve alterada. Por eso muchas personas afirman que el tiempo parece pasar más rápidamente, mientras que otros, como un bailarín de ballet describiendo un complicado giro que dura menos de un segundo en tiempo real, afirman que los segundos pueden llegar a durar eternidades.
Las condiciones para el disfrute
Aunque en algunas ocasiones la experiencia autotélica pueda ser el resultado de una coincidencia afortunada entre las condiciones externas y las internas, lo normal es que sea el resultado de una actividad estructurada, que exige un esfuerzo inicial que ha costado realizar. En todo caso, las investigaciones adelantadas permiten ver que hay algunas actividades especialmente propicias para suscitar estados de flujo, y que hay, también, ciertas características personales que ayudan a alcanzar ese estado de disfrute y trascendencia.
En cuanto al primer aspecto, muchas de las actividades que el hombre ha diseñado tenían como finalidad original garantizar el disfrute. De hecho, si la ciencia misma no le hubiera reportado algún tipo de placer al ser humano, cabría preguntarse si el curso de la humanidad no habría sido completamente diferente. En todo caso, cuando pensamos en los rituales, en los juegos, en las expresiones artísticas, en los deportes o en otras actividades cuya función primaria es la de ofrecer experiencias agradables, nos encontramos frente a experiencias autotélicas, en el sentido de que su finalidad no va más allá del placer de realizarlas.
El caso de los juegos es muy ilustrativo. Roger Caillois establece una diferencia entre cuatro tipos de juegos: los de competencia, que llama agon; los de azar, o alea; los de vértigo, ilinx, y los de representación, mimesis. Todos ellos tienen en común el hecho de que ofrecen una sensación de descubrimiento creativo que transporta a la persona a una nueva realidad. Por eso, al competir en una carrera, al jugar a los dados, al tirarse en paracaídas o al interpretar un rol teatral, la personalidad logra entrar en un estado de flujo y aumentar de esa forma su complejidad.
La cultura en la cual habita una persona puede facilitar o limitar sus experiencias óptimas. Al fin y al cabo, la cultura opera como un juego a gran escala, pues impone una serie de reglas y de metas que permiten canalizar la atención de las personas y, en el caso de que éstas cuenten con las habilidades necesarias para desempeñarse en ese espectro, pueden facilitar la ocurrencia de experiencias óptimas. En otros casos, sin embargo, los valores culturales pueden dificultar la aparición de experiencias individuales de flujo, como cuando tienden a censurar el disfrute o cuando promueven la esclavitud o la opresión. Más concretamente, existen dos situaciones típicas que, a nivel social, obstaculizan el placer individual. La primera está dada por la anomia, que se caracteriza por una ausencia de reglas claras, y la segunda por la alienación, que se presenta cuando el sistema lleva a las personas a actuar de forma contraria a sus propias metas. En el primer caso, el individuo no sabe en qué invertir la energía psíquica; en el segundo, no puede enfocarla hacia lo que realmente desea.
En todo caso, y como ya se ha dicho, las circunstancias externas no son suficientes para explicar el fenómeno del flujo. Así como una persona libre, en una cultura que promueve el disfrute y la felicidad, puede ser incapaz de superar el tedio y la apatía al realizar una actividad típicamente satisfactoria, una persona puede vivenciar una experiencia óptima en medio de la adversidad más aterradora: ahí están para probarlo los testimonios de muchos supervivientes de los campos de concentración o las personas que tras quedar parapléjicas o ciegas, sostienen que su desgracia les ha permitido enfocar su atención en unas metas muy bien definidas, reduciéndoles las elecciones no esenciales y, de esta forma, dándole sentido a su existencia. Ante estos ejemplos de control de la conciencia y de virtud, conviene recordar estas palabras que Francis Bacon atribuía a Séneca: “Las cosas buenas que provienen de la prosperidad deben ser deseadas, pero las cosas buenas que provienen de la adversidad deben ser admiradas”.
Si bien las investigaciones para indagar por qué algunos individuos son más proclives a experimentar flujo no han dado una respuesta unívoca sobre las características personales que facilitan su desarrollo, sí han podido, por el contrario, identificar algunas circunstancias personales que actúan de impedimento para disfrutar una experiencia óptima. Entre ellas se han catalogado especialmente cuatro perfiles: los esquizofrénicos, los que sufren un desorden de atención, los que sienten aversión al ridículo y los egoístas. En todos los casos, el problema tiene que ver con el control de la propia conciencia y la capacidad de enfocar la atención. Los esquizofrénicos son incapaces de mantener las cosas dentro o fuera de la conciencia, las personas con desórdenes de atención no pueden concentrarse y, por tanto, su energía psíquica resulta demasiado errática y fluida. Por su parte, tanto los tímidos como los egoístas tienden a canalizar su atención hacia ellos mismos, privándose de la posibilidad de disfrutar cosas que están fuera de ellos cuando no les reportan beneficios o pueden ocultar una amenaza.
La “gente de flujo”, en definitiva, sería aquella que logra disfrutar de situaciones que otros encontrarían insufribles y convertir condiciones objetivamente adversas en experiencias subjetivamente agradables. Tal vez la característica primordial de estas personalidades consista en no ser conscientes de sí mismas o en tener un propósito firmemente dirigido que apunta hacia fuera del propio yo. Contar con la autoconfianza necesaria para poder concentrar la energía psíquica en algo diferente de uno mismo da la libertad para observar y analizar el entorno, y descubrir en él nuevos retos para la acción. Bertrand Russell sintetizó con precisión lo que constituye construir una personalidad autotélica: “Gradualmente aprendí a ser indiferente a mi yo y mis deficiencias; centré mi atención cada vez más sobre los objetos externos”.
Las formas del disfrute
A efectos de una experiencia óptima, la distinción entre actividades que involucran el cuerpo y actividades que involucran la mente tiende a ser engañosa, pues si se quiere que sea agradable, toda actividad mental tiene un soporte en la dimensión física y toda actividad física implica un componente mental. Así, por ejemplo, aunque el disfrute sexual tiende a ser el resultado de una interacción física, la víctima de una violación difícilmente experimentará placer.
En todo caso, es posible establecer una distinción aproximada entre las actividades de disfrute predominantemente físicas y aquellas en las que el placer se deriva, especialmente, de un ejercicio de la mente. Entre las primeras es posible incluir todas las funciones que puede desempeñar el cuerpo humano, como ver, oír, tocar, saborear, nadar, correr, escalar y muchas otras, pues a cada una de ellas corresponden diferentes experiencias de flujo. Entre las segundas, habría que incluir todas las experiencias placenteras de naturaleza simbólica que se apoyan en un sistema abstracto de notación, como el lenguaje o las matemáticas, más que en un objeto o sensación accesible a los sentidos.
Lo más sencillo para mejorar la calidad de vida consiste en aprender a controlar el cuerpo y sus sentidos. Cuando éstos no han sido educados, arrojan una información caótica; pero si uno toma conciencia de las capacidades del cuerpo y aprende a imponer orden en él, la entropía cederá ante una agradable armonía en la conciencia. En realidad, el disfrute de las actividades físicas no depende de lo que se hace, sino de la forma en que se hace. Para alcanzar el flujo, músculo y cerebro deben involucrarse de la forma indicada; no basta con realizar las actividades buscando una meta externa, como estar a la moda, sobresalir u obtener privilegios.
Quizás nada ilustre tan claramente el cambio en nuestras actitudes hacia el valor de la experiencia como la evolución de las palabras “amateur” y “diletante”, que ya no se usan para elogiar los estados subjetivos, sino para catalogar la calidad del rendimiento. “Amateur”, que viene del verbo latín amare (amar), se refería a la persona que amaba lo que hacía, mientras que “diletante”, del latín delectare (que significa “encontrar delicia en”), aludía a alguien que disfrutaba realizando una actividad determinada. La connotación negativa que han asumido estos dos términos es el resultado de una confusión entre metas intrínsecas y extrínsecas.
Con todas las actividades físicas ocurre lo mismo que con la sexualidad; pueden ser tortuosas o pueden ser una enorme fuente de disfrute, si se está dispuesto a controlarlas y cultivarlas para lograr una complejidad mayor. Y así como los placeres sexuales se canalizan y sofistican a través del erotismo, así mismo la necesidad física de ingerir calorías se ha convertido en un arte que ofrece placer y disfrute.
Pero para alcanzar la experiencia óptima es indispensable prestar atención a los estímulos que llegan a nuestros sentidos. Un gourmet invierte su energía psíquica en desarrollar un paladar discriminativo, un esteta refina su sentido de la vista contemplando obras de arte y hermosos paisajes y un melómano no se limita a oír los sonidos, sino que pone toda su atención en escucharlos. Y todos ellos logran entrar en estado de flujo a través del gusto, la visión o el oído.
En todo caso, y como ya se dijo, las cosas buenas de la vida no provienen solamente de los sentidos. Algunas de las mejores experiencias se generan dentro de la mente, cuando nuestras habilidades de pensar se enfrentan a un desafío adecuado. Jugar con las ideas es algo intrínsecamente placentero y, por eso la ciencia, la historia y la filosofía constituyen fuentes inagotables de disfrute. Siempre que nos enfrentamos a un sistema de notación abstracto le proponemos a nuestra mente un desafío interno cuya resolución es fuente de disfrute. Así, por ejemplo, hay individuos que son expertos en interpretar una partitura y no necesitan escuchar las notas reales para disfrutar de una pieza musical.
La actividad de disfrute mental más frecuentemente mencionada es la lectura. Pero junto a ella existe una infinidad de actividades que involucran a las palabras, ya que éstas permiten entrar en flujo a diversos niveles de complejidad. Una forma sencilla consiste en resolver crucigramas y otra más elevada es el arte de la conversación cuando esta no persigue objetivos prácticos, sino que se desarrolla por el solo placer que ella misma produce. Desde que somos pequeños, experimentamos un enorme placer en jugar con las palabras, intercambiarlas, discurrir por sus ambigüedades, construir con ellas nuevas realidades. La escritura, por ejemplo, pone las palabras al servicio de nuestra imaginación, permitiéndonos construir realidades diferentes, y por eso mismo es una fuente potencial de experiencias óptimas.
Las habilidades necesarias para llegar a ser un gran poeta, un atleta profesional, un experto catador de vinos, un científico o un bailarín de ballet son tan difíciles de desarrollar que casi nadie tiene la suficiente energía psíquica para desarrollar más de una. Sin embargo, cualquiera puede llegar a ser un diletante en muchas áreas, desarrollando las habilidades suficientes para encontrar deleite en muchas de las cosas que el cuerpo y la mente pueden hacer.
Conclusión
En un lapso de doce años, desde la primera aparición de artículos en revistas académicas sobre el flujo, este concepto ha resultado muy útil a psicólogos, sociólogos, antropólogos, evolucionistas y religiosos. Pero su alcance ha rebasado el ámbito de las discusiones académicas y ha encontrado un sinnúmero de aplicaciones prácticas; instituciones educativas, organizaciones empresariales, diseñadores de productos para el ocio y el disfrute, psicoterapeutas clínicos y muchos otros, han encontrado en la noción de “flujo” una alternativa inestimable para mejorar la calidad de vida de las personas.
Por la gran influencia que ejercen sobre nosotros y por los largos periodos que dedicamos a ellas, las dos dimensiones de la vida humana que mayor impacto tienen en la calidad de vida son el trabajo y las relaciones con otras personas. En ambos casos, una conciencia bien estructurada, capaz de enfocar la atención en actividades intrínsecamente gratificantes, podrá sacar el máximo provecho de las situaciones, derivando de ellas diferentes fuentes de disfrute.
Hay dos caminos para aumentar las experiencias óptimas en la vida. El primero consiste en cambiar las fuerzas externas y buscar escenarios más propicios para el disfrute. No se puede ignorar, por ejemplo, que algunas culturas de cazadores nómadas se hundieron en el más profundo desasosiego cuando las circunstancias les obligaron a asentarse en un lugar y desarrollar la agricultura. Y de la misma forma en que para ellos la caza resultaba mucho más divertida que la agricultura, está claro que la gente disfruta más con un trabajo activo y creativo que con las tareas puramente mecánicas de la era industrial.
Sin embargo, las circunstancias externas no garantizan el disfrute personal. Al fin y al cabo, antes que ser una dimensión más de la vida, la experiencia subjetiva constituye la vida misma. El disfrute depende, pues, de la capacidad de cada uno para sentirlo. El segundo camino, y en gran medida el verdadero, implica forjarse una personalidad autotélica, aprendiendo a controlar la conciencia, a reconocer oportunidades para la acción, a mejorar las habilidades y a fijarse metas alcanzables. Quienes lo logran, tienen todo el potencial para vivir una vida llena de riqueza, intensidad y significado.
Fuente: Leader Summaries