¿El vaso medio lleno o medio vacío? La mente es demasiado poderosa como para minimizar el efecto de nuestras ideas e intenciones sobre la realidad. De cómo y por qué aquello que pensamos determina en gran parte lo que nos sucede.
El artículo que usted comienza a leer sólo trae buenas noticias. En línea paralela con los escépticos, los trágicos, los eternos derrotados y aun los nihilistas –aunque sin malgastar energías en el enfrentamiento–, hay mucha gente en el mundo convencida de que todos podemos pensar en positivo y que esto nos conducirá, inevitablemente, a una mejor calidad de vida.
El optimismo es aprendido. Por lo tanto, se mejora a través de distintos recursos, entre ellos, la psicoterapia. Se puede traer un bagaje genético que marque una tendencia o la influencia de aspectos de crianza, pero todo es modificable. El optimismo no es ingenuidad ni fantasía: es un conjunto de expectativas respecto del futuro que nos permite interpretar verazmente la realidad. Si la canoa se está hundiendo, se está hundiendo. El punto es no llorar, sino intentar nadar (o aplicar otro recurso, que siempre existen) para ponerse a salvo.
El vaso medio lleno o medio vacío no es otra cosa que un hábito, y que un hábito es algo que podemos cambiar. Se puede aprender a ver lo positivo de cada situación. Hay personas que lo logran más fácilmente que otras; existen aquellos que lo hacen naturalmente, pero todos podemos entrenarlo por medio de distintos métodos, por ejemplo, la autoconciencia y el autoconocimiento, aprendiendo a identificar pensamientos negativos y cuestionándolos. Si tenemos en claro la propensión hacia el pensamiento negativo, somos conscientes de la dificultad para ver lo positivo. Es un buen inicio.
La búsqueda del bienestar (o de la felicidad) es una meta que parece haber nacido con el ser humano. Tema filosófico por excelencia –desde los griegos, primer escalón reflexivo de la cultura occidental, distintas escuelas y corrientes sumaron aportes sobre el tema–, su status científico fue sin embargo bastante relegado: hasta podría decirse que ciertas disciplinas arrojaron la propensión humana al bienestar o la felicidad a la estantería de los temas menores.
Durante muchos años la psicología se centró exclusivamente en el estudio de la patología y las debilidades del ser humano, y que esta perspectiva la convirtió en algo así como una «ciencia de la victimología», como si el estudio de la «parte positiva» de la existencia humana no tuviera (casi) sentido.
Sin embargo, cuando, en 1998, asumió como presidente de la Asociación Americana de Psicología, el psicólogo estadounidense Martin E. P. Seligman, nacido el 12 de agosto de 1942 en Albany, dio un contundente giro al estado de las cosas. Nacía así la psicología positiva.
Un golpe de timón
Después de 25 años de estudiar la depresión, Seligman dijo basta. Entonces comenzó a preguntarse por qué había muchos que, en lugar de deprimirse, eran o intentaban ser felices. Advirtió que desde fines de la Segunda Guerra Mundial, o quizás antes, todas las disciplinas vinculadas con la salud mental se habían ocupado únicamente de lo que andaba mal, de recuperar lo roto, por decirlo de alguna manera, pero poco y nada se había investigado para trabajar con lo bueno.
La psicología positiva se orienta al hallazgo empírico de aquellos elementos que contribuyen al bienestar, la felicidad, la realización personal. Por ejemplo, las características familiares que tienen aquellos hogares con niños más sanos, o cómo incide el sentimiento de esperanza en el proceso de curación de las enfermedades. No es una escuela, no hay un único modelo, lo que sí existe es una búsqueda de investigaciones científicas que demuestren cómo es posible que alguien desarrolle una virtud. Se parte de un supuesto: que podemos ser felices, y se busca identificar factores que conduzcan a eso y producir material científico con evidencia empírica que permita que cualquiera los utilice. Por ejemplo, está demostrado científicamente que la actividad física regular mejora el estado de ánimo. Es bien práctico; la información les sirve tanto al profesional de la salud como al lego. Es una reacción al énfasis de más de 50 años de búsqueda de solución de la patología: más que identificar debilidades se busca señalar fortalezas y trabajar sobre ellas. Y es más probable que se consigan resultados trabajando sobre fortalezas que sobre debilidades.
Todo ser humano (sí, cada una de las personas que habitan este planeta) tiene un conjunto de fortalezas personales según Seligman: curiosidad, amor por el conocimiento, pensamiento crítico, ingenio, perspectiva, valentía, perseverancia, honestidad, vitalidad, amor (capacidad de amar y ser amado), generosidad, distintos tipos de inteligencia, sentido de la justicia, capacidad de liderazgo, don de perdonar, modestia, prudencia, autocontrol, aptitud para apreciar la belleza, disposición para agradecer, optimismo, sentido del humor, espiritualidad.
Y en tanto los tratamientos psicológicos habitualmente se focalizan directamente sobre los problemas que aquejan a la persona, Seligman postula que la psicoterapia positiva es una «estrategia de amortiguación», en la que el diálogo con el terapeuta se centra en incrementar las emociones positivas, las fortalezas, en lugar de las carencias.
Pero la psicología positiva se vincula también con el concepto de resiliencia, que ha sido tomado de la física, y es la capacidad de los materiales de regresar a su estado inicial aunque hayan sido completamente alterados. Pero si lo utilizamos en psicología o en cualquier otra ciencia humana, resiliencia quiere decir más que eso, y es, por ejemplo, la capacidad que muestran las personas, por caso muchos niños, para atravesar circunstancias por demás difíciles o trágicas y salir fortalecidos de eso. Todos estos años aprendimos mucho sobre factores de riesgo. Sin embargo, olvidamos que un factor de riesgo no es necesariamente una condena.»
Pensar, un arma poderosa
¿De qué se nutre un pensamiento? Lo que se cree de las cosas es muchas veces una idea infundada que se adquirió a lo largo de la vida sin saber bien ni cuándo ni cómo, y que probablemente nunca haya sido sometida a un análisis racional. Seligman afirma que a menudo muchas de las creencias son prejuicios y, por lo tanto, sumamente inútiles. La indicación es tomar distancia de las explicaciones pesimistas, al menos hasta verificar su certeza».
El método propuesto por el creador de la psicología positiva consiste en un diálogo interno con uno mismo que permite discutir (sin intermediarios) acerca de la evidencia, las alternativas, las implicaciones y la utilidad de la creencia pesimista que la persona presenta y que habitualmente es un obstáculo para su propio bienestar. Uno tiene que actuar como un detective, buscando evidencias de esa creencia. Aunque se obtengan pruebas que apoyen esa creencia, generalmente la realidad estará a favor de rebatirla porque las ideas pesimistas tienen un punto débil: suelen exagerar algún aspecto de la realidad y los hechos pueden poner de manifiesto esas distorsiones, generalmente asociadas a explicaciones catastróficas. Los acontecimientos son siempre multideterminados, y las personas pesimistas suelen aferrarse a las explicaciones más negativas; por eso, la tarea consiste en desechar esa costumbre destructiva y habituarse a generar pensamientos más realistas y lógicos.»
Lo típico del pensamiento pesimista, según Seligman, es considerar: «Lo que me pasa de malo es lo único que me pasa, abarca toda mi vida, va a durar para siempre y yo soy responsable o culpable de eso».
¿Y cómo garantizar que la influencia de los aspectos inconscientes no atenten contra la intención de modificar nuestros patrones negativos de pensamiento? «Durante mucho tiempo se puso tanto énfasis en lo inconsciente que les hemos restado demasiada importancia a los aspectos conscientes, que son los voluntarios. Pensar en términos positivos nos dispone a que algo salga razonablemente bien. Podemos ampliar nuestro margen de conciencia perfectamente. La felicidad depende más de desarrollar ese margen y, con esa conciencia, hacer algo. Porque de poco o nada sirve entender y entenderse sin autogestión: el autoconocimiento sin autogestión no sirve para nada. Tengo que conocer mis recursos, pero también saber cómo administrarlos.»
Más sanos, más longevos
Diversos estudios científicos demuestran que de la mano del pensamiento positivo se suma mejor salud física y emocional. Una investigación realizada entre pacientes de la institución, reveló que aquellos que habían incrementado su nivel de optimismo sufrían menos somatizaciones: malestar estomacal, taquicardia, náuseas, sensación de ahogo: «Toda la sintomatología que corresponde al estilo somático . Estas personas suelen ser más pesimistas, tienen peores expectativas sobre el futuro; responden al tipo de gente que cuando se divorcia, por ejemplo, cree que estará solo para siempre y, de ese modo, genera un círculo vicioso, una autoprofecía que posiblemente se cumplirá».
Pensar en positivo también nos hace más longevos. Un estudio realizado durante varias décadas sobre más de 600 personas mayores de 50 años, demostró que aquellos con una disposición más positiva hacia el envejecimiento vivían más tiempo (hasta un promedio de 7,5 años) y libres de enfermedades típicamente asociadas a la vejez.
A menudo hacemos una asociación inmediata entre la vejez y el deterioro, «cuando también puede ser sinónimo de sabiduría; ¿por qué no mirarla también de esta manera?».
La paradoja de Seligman
Parece mentira, pero el hombre que firmó el acta fundacional de la psicología positiva pasó más de la mitad de su vida estudiando la depresión: Martin E. Seligman, director del Centro de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania, EE.UU, desafió a sus colegas y, tras haber sido nombrado presidente de la Asociación Americana de Psiquiatría, en 1998, destinó todos sus esfuerzos al desarrollo de una tendencia que algunos ya consideran escuela y que, aseguran, gana adeptos día a día.
“Seligman pasó muchos años de su vida estudiando cómo las personas que sufren depresión llegaban a un estado que llaman de desamparo aprendido y que consiste básicamente en considerar que no tienen ninguna alternativa viable para cambiar esa situación . En determinado momento, invirtió sus preguntas y comenzó a buscar respuestas acerca de cómo existían sujetos que, aun sometidos a los peores estresores y situaciones difíciles, siempre eran capaces de salir adelante.
Seligman fue uno de los primeros investigadores en demostrar, por ejemplo, que, alcanzado cierto nivel mínimo que garantice la cobertura de las necesidades básicas, tener mayor dinero no es un pasaporte hacia la felicidad. Y de esto, fundamenta, dan fe los estudios sobre la depresión en sociedades económicamente desarrolladas y opulentas.
Seligman plantea que existen tres tipos de felicidad, aplicados a tres niveles de vida diferentes: “La vida placentera, la vida buena y la vida con sentido –dice–. Para alcanzar el primer tipo de felicidad debemos intentar disfrutar de los mayores placeres posibles y echar mano de métodos que nos permitan saborearlos y disfrutarlos mejor: compartirlos con los demás, aprender a describirlos y recordarlos, y usar técnicas como la meditación para ser más conscientes de esos placeres. El segundo nivel, mucho menos superficial y pasajero, es lo que Aristóteles llamó eudaimonia y que ahora denominamos flow, o estado de flujo, y que consiste en encontrar las propias virtudes y los talentos, y ponerlos a nuestro servicio, viviendo experiencias que nos dejen absortos, fuera del tiempo. Finalmente, la vida con sentido supone encontrar alguna causa, motivo o tarea más grande que uno mismo, estar el servicio de los demás de alguna forma, y es la que permite una felicidad más profunda y duradera.”
Para pensar en positivo
Tener en cuenta estas claves pueden ayudar a reformular nuestra forma de sentir, pensar y actuar.
1.- Evitar las ideas del tipo “todo o nada”. La realidad no es “blanco y negro” o “buena o mala”. Si pensamos en esos términos, somos rígidos y no damos lugar a matices o puntos de vista.
2.- No generalizar demasiado. Alguien mintió o no acudió a la cita, pero eso no significa que ocurra en todos los casos. Conclusiones que comiencen con “siempre” o “nunca” suelen conducir a exageraciones.
3.- No focalizar en el peor detalle. Las situaciones tienen distintos puntos de vista. Si elegimos centrarnos en lo peor, todo se verá mal. Por ejemplo, dar más importancia a críticas que a elogios.
4.- No minimizar lo bueno. Siempre hay algo positivo para destacar. Si lo pasamos por alto o lo desvalorizamos, perdemos la oportunidad de apreciar sus ventajas.
5.- Por menos o por más. Nos equivocamos tanto cuando exageramos la importancia de un problema como cuando minimizamos nuestras capacidades para afrontarlo.
6.- Evitar las predicciones. Ante indicios confusos o que nos despiertan ansiedad, anticipamos la peor conclusión. Pensar que algo saldrá mal incide en su resultado.
7.- Decir “no” a las suposiciones. En nuestra comunicación cotidiana es frecuente que creamos que otro (amigo, pareja, compañero) piensa o siente de un modo. ¿Cómo sabemos que es así? Preguntar es mejor que suponer.
8.- Huir de la victimización. Frases o sentimientos como “¿por qué me toca siempre a mí?” o “siempre tengo mala suerte” o “¿por qué a los otros sí y a mí no?” nos alejan de la responsabilidad sobre nuestros actos.
9.- No poner ni ponernos etiquetas. Al equivocarnos, no toda nuestra persona merece ser descalificada; y algo similar ocurre cuando otros cometen errores. No es lo mismo decir “esto lo hice” que “soy un tonto”. Pero atención: tampoco responsabilizar a los demás por errores propios.
10.- Poner límites a la propia responsabilidad. Si nos creemos responsables de cada problema (una separación, un hijo que desaprueba, etc.) sólo sentiremos culpa. Esta idea, sin embargo, oculta otra, más negativa aún: creer que todo está bajo nuestro control.
Lucha siempre
Me ha ocurrido muchas veces que he dejado a un amigo o conocido en condiciones desastrosas, ya de salud, económicas o de trabajo. Y me he preguntado con miedo cómo habría hecho para resistir, en qué habría acabado su situación. Y muchas veces, reencontrándolo después de años, he descubierto que estaba bien, alegre, lleno de vida, con una nueva actividad, a veces con una nueva esposa o un nuevo marido. Y he entendido que, en realidad, no podemos decir que la vida de una persona está acabada, porque todos poseemos enormes capacidades que no utilizamos y la vida siempre nos ofrece una nueva oportunidad, antes impensable. Pero se ponen en juego cosas muy profundas. Cuando estás duramente derrotado, o cuando enfrentas una enfermedad mortal, te alejas de la realidad, te repliegas en ti mismo; es un poco como su estuvieras muerto. Y cuando te recuperas, cuando te curas, es como si te fuese dada una segunda vida, y te invade un deseo febril de hacer, de tener nuevas experiencias. Un amigo mío, que se recuperó de un tumor considerado incurable, se compró un bellísimo barco con el que sale a navegar por el Mediterráneo. Otro ha escrito un libro que ha tenido un éxito inesperado. Una amiga se ha hecho famosa haciendo publicidad, otra ha adoptado un niño, una tercera simplemente se ha dedicado a gozar de las cosas bellas: un baño en el mar, su jardín, un viaje, una fiesta, y cuando hablas con ella te serena. Por eso nunca hay que decir : “No hay nada que hacer”; “qué se le va a hacer, no puedo tener hijos”; “qué se le va a hacer, no me gradué”; “qué se le va a hacer, me llegó la menopausia”; “qué se le va a hacer, estoy jubilado”. No tiene sentido: es como decir “qué se le va a hacer, se terminó la liquidación”. Si la liquidación se terminó, hay otras infinitas posibilidades de compras. Y no hay que perder tiempo en lamentarse de no tener más esto o aquello, ni de rumiar nuestros errores o las maldades que han cometido los demás. Errores cometemos todos y todos padecemos las maldades ajenas. No se trata de ser optimista solamente: tenemos que hacer las cosas que nos gustan, que nos estimulan, e ignorar las demás. No hables con los que te resultan antipáticos, con los que te irritan, y no veas películas que no te interesan; evita los programas de televisión que te fastidian. Y si encuentras algo que realmente tiene valor, lucha por realizarlo. Debes estar tan vivo a los noventa años como a los veinte. Y lucha sin miedo, con placer, con el gusto de hacer algo como si fuera una competencia de esquí, o de tenis o una maratón.